Víctor Ulín
La sangre le “hierve” como hace nueve años. Adolfo llora en silencio y pretexta que es la sequedad de la garganta y una tos repentina la que ha hecho que sus ojos casi le revienten de dolor.
-¿Volverá algún día? – me pregunta como si yo conociera a Emiliana, la madre de sus dos hijas con la que vivió 20 años antes de que un día lo abandonara.
-Quizá regrese- solo alcancé a responderle en el afán de mitigarle la pena que lo quiebra por dentro y pensando, a la vez, que es la soledad y no el amor lo que ha logrado que la perdone y que desee tanto su regreso después de cómo la encontró aquél día, hace nueve años, cuando llegó más temprano que de costumbre a casa.
En la comunidad todos lo sabían. Menos él. Adolfo salía desde temprano a trabajar y regresaba muy tarde, a media noche, para atender la pequeña papelería de su propiedad.
En 20 años de matrimonio, con dos hijas, Adolfo confiaba plenamente en su esposa.
Los cambios más notables fueron durante la noche. Emiliana empezó a dormirse temprano para evitar las palabras y caricias de Adolfo. Entre las sabanas y sus manos ahogadas, Adolfo encontraba el calor que le negaba, con su cuerpo, Emiliana.
Luego vino la indiferencia total.
-¡Ahí hay comida en la estufa, caliéntala y sírvete”!- era la respuesta de Emiliana cuando Adolfo la despertaba y solicitaba la cena que siempre había encontrado servida.
Todavía hoy Adolfo se pregunta por qué Emiliana cambió radicalmente de ser una esposa ejemplar a una mujer a la que de un día para otro dejó de importarle la familia. Por qué de pronto se cansó de él. Por qué sin el mínimo de dolor abandonó a sus dos pequeñas para irse quién sabe a dónde y dejarlos solos a los tres.
En la Iglesia se enteraron también de lo que venía pasando con Emiliana. Nadie le dijo nada. Solo le preguntaban el por qué de la ausencia de su esposa que había sido una fiel creyente e infaltante asistente a misa.
-No puedo obligarla a venir si ella no quiere- es lo que les contestaba Adolfo a sus hermanos de fe para que le dejaran de preguntar algo para lo que no tenía una respuesta.
-¿No será que ya te dejó tu esposa?- le cuestionaban otros a los que se encontraba camino al templo y lo veían solo con sus dos hijas pequeñas que abrazaban, amorosas, su biblia.
Adolfo intentó continuar con su vida normal. Creyendo en su mujer y cuidando a sus hijas. Trabajando más de ocho horas para que no le faltara nada a su familia, ni a su madre, con la que vive desde que Emiliana, sin mediar consideración, se fue.
Es su madre la que le ha pedido que se busque una compañera por su bien, y el de ella.
-Yo no voy a vivir muchos años, y no podré atenderte haciéndote la comida, lavando la ropa y estar al pendiente de ti-¿y quién cuidará de mí cuando yo ya no pueda valerme por mí misma? – es la queja de la madre para que Adolfo se anime a cortejar a una de las hermanas de la Iglesia que, -sabe-, algunas son viudas o divorciadas.
La idea de un segundo matrimonio le atrae, pero no puede hacerlo aunque quisiera.
Emiliana se fue y no le firmó el acta de divorcio. Oficialmente sigue siendo su esposa.
La última vez que la vio le advirtió que nunca le firmaría el divorcio. No comprende por qué de su cerrazón, si fue muy clara cuando le dijo al juez “que ya no quiero nada con ése guiñapo de hombre”.
Emiliana regresó a casa, empacó sus cosas y se marchó sin dar ninguna explicación.
Adolfo se había ido primero. Lo hizo el mismo día que –recuerda- la “sangre se le calentó” y que por su cabeza pasó la idea fatal de convertirse en un asesino. Se pensó por un instante en la portada del periódico más alarmista enseñando el puñal ensangrentado.
Era día festivo. Emiliana le insistió que fuese a trabajar aunque sea unas horas a la papelería para ganarse unos centavos. El cedió a su petición como lo venía haciendo desde algunos meses, o años, ya no sabe de hecho desde cuándo. Pero de pronto, estando en el negocio, se sintió impulsado a cerrar y marcharse a casa.
Pensó que ganarse unas cuantas monedas no era tan valioso como estar con su familia.
-¿Qué sentiste cuando llegaste y la viste?
- Se me calentó la sangre. Tuve mucha ira. Ganas de matarlos.
Emiliana no sintió ni vergüenza cuando fue sorprendida por Adolfo. Montada en su amante desnudo, frenética, con el cuerpo esculpido por el calor, enfrentó colérica la intromisión de Adolfo.
Emiliana seguía moviéndose sobre su amante sin quitarle la mirada a su esposo que seguía observando, perdido, y desencajado en la entrada del cuarto. Adolfo no sabía cómo reaccionar. Si tomar el cuchillo que Emiliana había dejado en la tabla de la cocina con tomates a medio cortar y matar a los dos, o salir corriendo a casa de su madre para contarle todo.
Adolfo desvió su ira y únicamente tuvo fuerzas para jalar una maleta y meter sus cosas, las que pudo. Se fue a vivir con su madre en la que encontró consuelo.
Su fe –dice- lo inhibió de vengarse y cobrarse la afrenta como lo haría cualquier marido herido en su honor.
Emiliana desapareció luego de que, ante el juez, Adolfo le pidiera el divorcio.
Adolfo no quiere aceptar que se fue con su amante. Con el vecino que vivía a tres casas y al que trataba con aprecio.
Adolfo no quiere aceptar que se fue con su amante. Con el vecino que vivía a tres casas y al que trataba con aprecio.
-¿Será que regrese Emiliana?
-No sé, quizá sí.
-Ya ve usted, siempre sí hace falta una pareja...
-¿La perdonarías?
Adolfo se queda callado. Se le va la vida. Sus ojos, llenos de memoria, lloran a Emiliana.