ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















lunes, 30 de enero de 2012

LA FRONTERA DEL DESEO

VICTOR ULÍN
-¡No me hagas daño!- suplicó.
El ruego de María no hizo más que excitarlo. El tipo le ordenó que se desvistiera.
Ella se despojó de la última prenda sin levantar la vista para no ver el rostro que conocía y la mirada lasciva que la seguía a diario cuando caminaba rumbo a la miscelánea, como en esta noche.
La empujó entre los matorrales de la casa abandonada, a solo dos cuadras de la de sus padres.
-¡Ponte de rodillas!- le ordenó.
Solo fue el principio de lo que a María le duele recordar todavía. Prefiere pensar en Saraí.
***
María se enamoró de Moisés. Después de seis meses de cortejo para darle el sí, estaba segura de que era un hombre de bien. De los que aman hasta la locura y más allá. Que el desenlace final del noviazgo tenía que ser el matrimonio y una familia como la de sus padres: vestida de blanco, con pajecitos, entrando a la iglesia y prometiéndose mutuamente ante el sacerdote que sola la muerte los separaría.
Cómo dudarlo. En los seis meses, Moisés la trató como solo puede hacerlo quien está enamorado y deseoso de compartir su vida para abandonar la soledad y multiplicar la especie en el nombre de Dios: llamadas constantes, obsequios, rosas, halagos, besos y despedidas en la puerta de la casa, como solo hacen los novios.
La tarde que Moisés fue con sus padres a pedir la mano, María lloró el resto del día de emoción.
En los últimos meses antes de que se formalizara la relación, logró librar la insistencia de Moisés para que aceptara la invitación de quedarse en su departamento. Pensó que la estaba probando. Que si se accedía quedarse habría pensado que era una cualquiera y nada la diferenciaría de las muchachas de la ciudad.
***

María conoció a Saraí en una fiesta de una amiga en común.  Llegó sola, sin Moisés, que había pretextado cansancio y dolor de cabeza. Lo venía haciendo con frecuencia.
La amiga las presentó y pasaron, inseparables, la noche y madrugada platicando.  Saraí y María volverían a verse. La indiferencia de Moisés multiplicó los encuentros.
A finales del primer año de su matrimonio, la rígida relación entre Moisés y María perfilaba el ocaso.
Los silencios prolongados en casa eran gritos en el corazón de María. Y la distancia en la cama por la noche un suplicio que ningún cuerpo puede tolerar tanto tiempo.
Saraí empezó a visitarla por las mañanas, cuando Moisés estaba en el trabajo.  María la atendía como suelen hacerlo las amigas que comparten tragedias y penas.
Atenta, Saraí la escuchaba. En esos pasajes de dolor, la abrazada y le acariciaba el cabello. Le pedía tener fe.
Nada sucedió. Al contrario. Ayer que Moisés llegó ebrio la molió a golpes y la violó varias veces.
A la mañana siguiente,  María esperó a que saliera de casa para levantarse y hablarle a Saraí. En media hora llegó. María, al verla, la abrazó y lloró hasta vaciarse de impotencia.
Ambas se sentaron sobre la cama. Los cuerpos, sincronizados, cayeron juntos. Una encima de la otra. Dominó el peso de Saraí. Un beso hondo le ahogó el placer a María.
Con la destreza de una hechicera que conoce su embrujo, Saraí la despojó de la bata holgada, transparente, que la vestía por las noches.  Cruzó la frontera del deseo.
 A María se le humedeció el corazón.
***
Al llegar a casa, Moisés encontró en la mesa una breve carta de Saraí.
-Te dejo. No me busques. No volveré. No lo entenderías, pero hay amores que se liberan con el dolor.
María había decidido vivir con Saraí. Los hombres de su vida solo le habían torcido sus emociones  y cegado el corazón.   En su adolescencia, el vecino, el amigo de la familia, la había violado en un caserón abandonado aquélla noche; y Moisés, su esposo, no hizo más que multiplicarle el sufrimiento . 
Saraí  fue siempre su destino. Lo supo desde el primer día que la besó en la mejilla y rosaron sus pechos.



lunes, 25 de julio de 2011

El marido de Lola


Víctor Ulín

A Luis le avisaste que irías a casa de Marta, tu mejor amiga, para consolarla, y que probablemente llegarías muy cansada en la madrugada:

-Ayer, cuando venía a su casa, la pobre de Marta vio como Fernando, su esposo, salía de un motel acompañada de su amante. No sabes qué destrozada está y no para de lloriquear; se quiere morir- le inventaste a Luis, sin el mínimo asomo de remordimiento.

-Si mi amor, no te preocupes. Aquí te estaré esperando- es la repuesta que Luis repetía cuando el origen de tu ausencia deliberada era cualquier otra aparente razón que implicara varias horas o días: una junta que se presentó de improviso, el cumpleaños de un amigo del trabajo que celebrarían en un antro, la falta de alguien a quien había que reemplazar hoy mismo en la empresa o de plano un viaje que no podías aplazar.

***
-Me cuesta tanto ser yo-  musitas cuando lamentas despedirte quedito de Rubén que prefiere seguir durmiendo y no  acompañarte al carro que dejaste  en el estacionamiento del departamento en el que suelen verse regularmente desde hace un año, cuando tuvieron su primer encuentro.
-A mi esposo no lo dejo, es tan buena gente y me quiere mucho- le decías a Rubén cuando asomaba su intención de que te fueras a vivir con él, o atisbaba alguna escena de celos propia del macho mexicano que le latía dentro.

***
Te gusta, en casa, ser la reina de Luis. Te sorprende, siempre, con algún detalle cuando llegas a la hora que quieres: solo le avisas, sin pedirle permiso o su autorización, para cumplir la formalidad que las reglas sociales del maridaje imponen y darle su lugar como jefe de la casa.
Tus padres y suegros son los más felices de que se hayan casado: tienen a los hijos perfectos que integran un matrimonio ejemplar.

***


-¿Me compartirías con otro hombre?- le preguntaste temerariamente a Luis una noche mientras observaba en la televisión la repetición del partido de fútbol que había visto por la tarde  en compañía de unos amigos.

-¿Por qué me preguntas eso? ¿Cómo crees? Eres el amor de  mi vida. La mujer con la que quiero vivir el resto de  mis días. La madre de mis hijos. Sin ti, te juro que me muero de tristeza- le respondió Luis, tembloroso, distrayendo su atención de la televisión en la que solía embelesarse apenas tomaba el control para repasar los canales deportivos.
Pensativa, caías en la cuenta de que Luis, pese a sus deficiencias y a no ser el marido que soñabas antes de casarte, era un buen hombre: llegaba puntual a la casa, te entregaba el sobre completo de la quincena y procuraba mantenerte contenta dándote gusto comprándote el vestido y los zapatos que quisieras de los aparadores.
El distanciamiento llegaba por las noches. Hacer el amor con Luis era una hazaña. Atraer su atención implicaba un acto de auténtico malabarismo en la cama.  El baby doll que usabas y modelabas discretamente para despertar su interés les eran indiferentes. Había noches en las que solo te daba un beso en la frente y te abrazaba para quedarse dormido minutos después, y tú con las ganas de sentirte mujer.
En tu día de suerte con Luis, te encabronaba que terminara antes que tu.  Te quedabas callada y deseosa que a tu lado estuviera Rubén.
***
A Rubén le daba igual que fuese de día o noche. Bastaba con llegar a su departamento. El sonido del timbre era el preludio de lo que les esperaba.
El recibimiento, violento, te excitaba. La fuerza de sus dedos metidos en tu caballera te anunciaban lo que venía: el tintineo de sus bocas, las caricias intrusas, las palabras obscenas que le pedías repetirte quedito al oído.
Con sus pausas en el baby doll, la magia de Rubén te desnudaba. Sus mordiscos, rudos, te alejaban de la delicadeza de Luis.
A Rubén le pedías que estando en su casa te llamara Lola. Nunca le explicaste. Tu nombre de pila, Adriana, lo reservabas para Luis.
En la madrugada, clandestina, abandonabas la cama y la habitación de Rubén.
-Nos vemos amor, te busco en la semana- le decías sin esperar respuesta.
En el celular, las llamadas y los mensajes de Luis te apresuraban:
-No llegues tan tarde cariño. Espero que Marta se encuentre bien. Si llegas y ya no estoy, te dejaré tu desayuno en el refrigerador. Nos vemos en la noche. Te prometo que esta noche no veré la televisión…

jueves, 14 de julio de 2011

María Magdalena
VICTOR ULIN
-El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra- citas en silencio la frase bíblica de Jesús cuando rescató a María Magdalena de una muerte inminente a pedradas en las calles de Jerusalén.
El tuyo, con Federico, es un pecado menor que seguramente te será perdonado el domingo cuando vayas a misa de 12 con tus padres, y te confieses con el Obispo en la Catedral  y en penitencia te pida rezar, de rodillas y de frente al altar mayor, diez aves marías y 20 padres nuestros.
Buscas culpables en el pasado y encuentras a Pedro, tu padre.
-Tú te mereces  algo mejor. Eres una mujer hermosa que puede elegir y casarse con alguien que valga la pena –te dijo tu padre cuando supo que clandestinamente frecuentabas desde hace dos años a Jaime –ignoró todo el tiempo que eran amantes-, un joven profesionistas recién egresado de la carrera en Derecho que empezaba a labrarse  su propio camino y que se enamoró de ti desde el primer día que coincidieron en una de tantas clases que cursaron durante su formación en la universidad.
Unos meses más tarde seguiste el consejo de tu padre que ofreció duplicar sus oraciones nocturnas si Dios le concedía que dejaras de ver a Jaime que “es un don nadie que no tiene en qué caerse muerto”.
Tu explicación a Jaime el día que le pediste verlo para consumar la petición de fe de tu padre fue muy simple, pero demoledora para su corazón y aspiraciones futuras contigo: en un año más, con un empleo consolidado, su casa y automóvil, tenía pensado pedirte matrimonio.
-Se me acabó el amor- le afirmaste a Jaime convencida de que estabas haciendo lo correcto y no paraste de repetirle que “eres un buen hombre y no tardarás mucho en encontrarte una mujer que sí te merezca”.
La insistencia de Jaime para regresar y los encuentros esporádicos que sostuvieron  -y que  evidenciaron la duda de tu decisión- no doblegaron tu arrepentimiento para retractarte de haberlo terminado.
Jamás volviste a verle. Lo último que sabes es que Jaime se fue de la ciudad para tratar de olvidarte porque desde el año en que decidiste abandonarlo no hubo cantina en la que no pronunciara tu nombre.

La predicción de tu padre nunca se cumplió. Sus plegarias no dieron resultados. A tus 35 años estás arrepentida de haberle hecho caso y renunciar al amor incondicional de Jaime que hoy quien sabe dónde está.
A los 33 años que conociste a Daniel,  tu soltería era ya una cuestión de orgullo y prejuicio que necesitabas superar para frenar las murmuraciones por tu presunto lesbianismo y borrar el mote de “quedada”.
Tu sorpresiva boda con  Daniel fue consecuencia de tu desesperación. Por tu soltería, para tus padres era menos doloroso verte casada con cualquiera que soportar el qué dirán de los vecinos y familiares cercanos.
Tu padre atestiguó el fracaso de su consejo para excluir a Jaime de tu vida hace casi siete años: te casaste con Daniel, un estudiante trunco de preparatoria, divorciado, con hijos, inculto, empleado en una empresa departamental que conociste en uno de tantos días que fuiste de compras por tus cremas faciales.
Para tu enlace matrimonial tus padres gastaron sus ahorros y no escatimaron en festejar en grande ni en pagarte la luna de miel en Playa del Carmen, Quintana Roo. Ni uno solo de tus vecinos faltó a la majestuosa y suntuosa fiesta celebrada en el Hotel Camino Real.
Pasada la euforia, los problemas llegaron en el primer año de casados. Lo que a Daniel le queda del sueldo que cobra quincenalmente como empleado en la tienda comercial -restando la pensión de sus hijos de su primer  matrimonio y lo que tu ganas en la empresa de Marketing en la que  laboras- no alcanza  para vivir como tus padres y tú misma habías deseado: cómodamente y sin apuros.
Tu presunto desapego al materialismo del que alardeas no asistiendo a las ventas nocturnas de Liverpool o Fábricas de Francia no fue suficiente para, pacientemente, tolerar las carencias con Daniel al que prácticamente mantienes con tu salario mensual.
Muchas veces, en las  noches, cuando sales al corredor a fumarte un cigarrillo (habías dejado de hacerlo desde la universidad, pero a partir que te casaste volviste al vicio para calmarte los nervios y relajarte de tanto estrés) te preguntas por qué te casaste con Daniel: es tan aburrido, sin temas de qué platicar, sin aspiraciones. La única respuesta sensata es que ya “te estabas quedando” cuando lo conociste, tenías la presión de todos encima y Daniel “no era mal parecido” y tus padres, como sucedió, le dieron el visto bueno sin mayores exigencias sobre su condición: daba igual quién era o qué hacía.
Hoy confirmas que el presunto amor que le tienes a Daniel es tan falso como para no continuar tu relación clandestina y extramarital con Federico, el dueño de la empresa de Marketing en la que trabajas.
Con el aumento de sueldo y lo que Federico te da cada que se ven en su departamento, has pagado tus deudas en el banco y con las agiotistas del fraccionamiento, y te alcanza para llevarle obsequios a tus padres los domingos cuando vas de visita con Daniel y juntos, en familia, a misa de doce.

miércoles, 29 de junio de 2011


Mi último amor…
VICTOR ULIN
De que fuiste su primer amor no te queda la menor duda. Cuando le conociste no sabía ni besar: te mordía los labios y metía su lengua con tal violencia que te ahogaba con su saliva en tu propia garganta.

Aprendió con tus enseñanzas que la sexualidad estaba en la actitud y la disposición de aprendizaje sin  prejuicios.
En dos años fuiste partícipe de su metamorfosis y te sentías orgulloso de lo que habías logrado: no querías desprenderte de sus labios ni de su cuerpo un instante.
Empezaste a creer en Dios y en ti mismo a partir de que la conociste. Te cambió. Tomaste su aparición como una segunda oportunidad y quizá la última que fueses a tener en lo que pueda quedarte de vida.
Es lo mejor que te pudo haber pasado en los últimos años después de tu último divorcio que casi te  mata.
Qué importa que ahora seas la sombra de lo que fuiste hace una semana cuando ni por la mente te pasaba que pudiera suceder lo que tarde o temprano ocurriría: que dejara de frecuentarte sin motivo aparente. 
Hoy, no puedes más, decidiste quedarte en casa y reportarte enfermo al trabajo en el que, de hecho, están esperando tu jubilación como buitres.
No quieres que tu dolor se vuelva el festín de tus compañeros de la empresa ni de tus amigos, los pocos que te quedan. Nadie creería o tomaría en serio si le dijeras que te está llevando la chingada por amor.
Lo de quedarte en casa es solo una excusa. La verdad es que ya no deseas levantarte de la cama y,  apropósito, dejarás que el tiempo se encargue de ti en cuestión de días si continúas sin comer ni atenderte.
En el silencio rascas en las paredes el sonido de su voz y cierras los ojos para escucharla y verla.
La primera vez que te acompañó a tu casa estaba temblorosa. Sudaba. Una semana después tenía sus propias llaves y sabía exactamente la hora en la que llegabas del trabajo. La casa lucía impecable.
Desde que abrías la puerta y notabas el brillo del comedor sabías que estaba esperándote en la recámara.
Al principio los encuentros fueron solo escarceos y un pueril prejuicio estuvo a punto de impedir que sucediera lo que anhelas ahora y por lo que estarías dispuesto a sufrir – y morir- si fuese necesario.
Era un regalo de Dios. No pudiste darle otra explicación cuando amanecía contigo o pasaban encerrados toda la semana sin darse respiro  corporal. Fueron muchos días, meses, dos años.
Nada como el primer día. En esta misma cama. Sobre la memoria de estas mismas sábanas que la echan de menos.
No dijo nada. Nadie dijo nada. Tus manos ofrecieron su mejor repertorio ese día. Ella cerró los ojos simplemente.
Le desprendiste la ropa con la maestría del mejor mago. Fue como una oruga saliendo de su capullo: un abdomen largo, liso, una espalda arqueada, dos volcanes finamente pronunciados, redondos,  desafiantes…
Atravesaste su limbo y te sentiste un Dios. Imparable. Imbatible. Con la fuerza de veinte mil guerreros.
Cuanto te confesó llorando que a sus 18 años tú eras el primer amor de su vida, contuviste el llanto y la abrazaste.
Te sentías tan seguro que no te pareció raro que faltara a casa dos días o que no te llamara por teléfono.
Una semana  de ausencia y estás al borde de la locura. No responde a tus llamadas. Nunca la acompañaste a su casa. Ni supiste quiénes eran sus amigos o el chavo que hacía semanas la cortejaba.
A tus 70 años de edad, sabes que Selene se ha ido, que no volverá. Que ya es el último amor de tu vida.
La lloras…

viernes, 24 de junio de 2011

SOY SOLTERA
VICTOR ULIN
La pantalla de la computadora te lo recuerda de inmediato. Fue el amor que se quedó huérfano en la alcoba durante las largas noches de mutua indiferencia.
Tuviste que tocar fondo para tomar la decisión que el prejuicio casi aborta: no es cualquier cosa renunciar al pasado y ser crucificada por las miradas y las palabras de los familiares y los amigos que cuando viven algo similar, se inventan viajes de placer o estancias en el extranjero para volver uno o dos años después del autoexilio.
¿Por qué tenías que ser la excepción? Eres tan ser humano como los que nos equivocamos no una, sino decenas de veces: incluso tropezando con la misma piedra.
Cuando lo viste por primera vez, reaccionaste instintivamente. ¿El destino? Quién para adivinar lo que sucedería dos años después de que te casaste con él en una fecha que jamás olvidarás, aun cuando intentes aniquilar su nombre de tu memoria: fue una fiesta majestuosa. Las páginas de sociales en los diarios reseñaron el evento con amplitud y la foto principal era la de los dos besándose frente a todos.
¡Qué feliz!. Es la foto que tienes en tus manos. La última que dudas en conservar, que tampoco quieres quemar ni tirar en el cesto de la basura. Te ves tan hermosa en la imagen: un vestido blando de seda finamente trazado para que luciera tu cintura perfecta y hombros adorablemente desnudos que embellecían tus pecas.
Eres bella. Cualquiera de los pretendientes que asistieron a tu boda desearon estar en el lugar del hombre al que amaste incondicionalmente como esposo.
Lo amaste. No hay otra manera de entender que lo hayas perdonado tantas veces. Que hayas locamente dicho “sí” cuando te prometió matrimonio para toda la vida y que te trataría como lo que en realidad siempre has sido, pese a él y con él: una princesa.
El terror vino posteriormente. Gritos en público fueron el preludio de los golpes en casa.
Con las amigas aprendiste a crear historias: desde caídas hasta golpes en la pared cuando caminabas a oscuras porque no querías despertarlo a él ni a tu hija.
Las 24 horas del día quería saber tu ubicación. Con quién salías, a dónde ibas. Cómo te vestías. A quién saludabas. Qué ropa interior portabas. Evitaste las minifaldas o los jeans ajustados contra tu voluntad: hacerlo enojar era lo que menos querías.
Una llamada sin responder y dabas por hecho lo que sucedería llegando a casa: una cachetada que dejaría calcado los dedos de sus manos en tus mejillas o patadas certeras en las piernas a propósito, para que no usaras faldas ni vestidos cortos.
-¡Eres una cualquiera...¿Dónde estabas? ¿Eh?!- gritaba cuando entrabas a casa, al tiempo que extendía y lanzaba su mano derecha para impactar tu rostro.
Las explicaciones sobraban. Lo provocabas más cuando le suplicabas que dejara de agredirte. Que la niña podría despertarse. ¡Que por favor no más golpes en la cara!...
En el cuarto, la violencia se prolongaba cuando te obligaba a desnudarte para probar la sombra de su hombría: abría, a fuerza, tus piernas, mordía tus pechos...
Tu único consuelo es que no podía tardar demasiado en ti. Lo notaste desde el día de tu luna de miel en el hotel de cinco estrellas que parecía un castillo de hadas, como lo soñaste cuando pensabas en cómo querías que fuese tu primera noche.
Valla realidad. Nada comparado con lo que habías imaginado ni fantaseado, ni mucho menos aprendido con tu último novio, al que llegaste extrañar y desear desde tu luna de miel y las noches en las que tu esposo solo se preocupaba por sí mismo.
Qué cara puso cuando le comentaste tu deseo, legítimo, de venirse los dos juntos.
Tu cuerpo se le impuso siempre. Qué cuerpo. Qué tesura. Qué piel. Tus labios. No hay metáfora que se acerque. Cualquier hombre se sembraría en ti infinitamente.
Nunca supo por dónde comenzar el muy estúpido. Bastaba con besar tus dedos, deslizarse sobre tus pantorrillas, piernas y prepararte para el vuelo que nunca llegó. Fuiste como un pájaro sin alas. Como una noche sin estrellas ni cielo. Como un día sin sol, o una primavera sin flores en los jardines, como un lago sin agua.
Resististe, estoica, hasta el día en que –¡qué carajos!- te comiste tu miedo. Lo denunciaste.
El divorcio fue más rápido de lo que te hizo creer para inhibirte. El muy cobarde desapareció: prefirió la clandestinidad y la huída.
Qué libertad la de ahora. Qué alegría. Qué ganas de encontrar al hombre que conquiste tu cuerpo. Que se ancle en tu mar. Que provoque huracanes y tsunamis.
Es lo que ahora deseas. Es lo que esperas que suceda cuando, en la página de tu facebook, cambies tu situación sentimental de casada por soltera. ¡Soltera!
Tu llanto es porque serás tú misma la que lo haga y no él. Ya no más responder a sus órdenes para escribir “casada” y en tu muro “te amo”...

miércoles, 8 de junio de 2011


Mi segunda vez

VICTOR ULIN

Solo hasta ahora te das cuenta de lo que eres capaz por un hombre. No es un capricho como dice la gente que únicamente conoce de ti lo que las apariencias especulan.

Nada que ver con Juan, tu primer novio. Comparado con Miguel, lo de Juan fue una prueba piloto: del ensayo y el error nunca pasaron las veces que hicieron el amor.

Lo que descubriste con Miguel estás dispuesta a defenderlo y harás lo imposible por retenerlo. Lo que cueste.

Miguel. Su nombre dejó de sonarte igual desde que empezaste a pronunciarlo con tu boca. 

Le conociste en la clase de literatura: Pablo Neruda fue el cupido que los flechó desde que compartieron su gusto por sus 20 poemas de Amor y Una Canción Desesperada.

De los mensajes por el celular pasaron a la charla en el café. Elegiste salir con el que menos te había insistido: el resto de tus pretendientes agotaron las florerías y las dulcerías para persuadirte.

Cansados de esperar el “sí” para que aceptaras, más de uno te calificó de caprichosa.

Estabas destinada para Miguel. La diferencia de edades fue un atractivo más a su favor.

Los encuentros entre ambos aumentaron. Las preguntas de qué somos y adónde queremos llegar no fueron necesarias.

Los besos y las caricias públicas urgían la clandestinidad para multiplicarse entre sus cuerpos.

La primera vez que sucedió el silencio fue deliberado. El acuerdo tácito. Miguel condujo el vehículo hasta el cuarto anónimo que acumula las culpas y libera las almas prisioneras. Pagó por ocho horas.

La cama era amplia. Las sábanas blancas. Las almohadas anchas y abarcadoras.

Lo primero que hiciste fue echarte de bruces como cuando con Juan en su departamento.

Miguel no esperó a que voltearas para quedarle de frente. Tampoco lo intentaste. Esperaste a sentir la bravura de sus manos sobre tus piernas blancas y suaves.

Tu vientre, liso y delgado, se hundió entre las sábanas y el colchón. Tus glúteos apuntaban a él.

Ni sentiste cuando Miguel cambió tu piel. Sus labios barrieron con las huellas de Juan.

También tú le hiciste lo que nunca a nadie, ni a Juan: te mudaste a la piel de Miguel.

La Bety reprimida que conociste se había ido: ahora estabas vaciando tu boca en su pecho, en su cintura... en su origen que también es el tuyo, y el de todos los que somos.

El volvía a ti. A ellas que lo aguardaban enhiestas en su pecho. Solícitas. Su lengua era audaz. 

La humedad la inundaba. Los poros saciados de sed se le desparramaban exhaustos.
Bety, conquistada, gritó el nombre de Miguel desde la profundidad de su garganta.
Le pidió que se quedara en su piel. Que cincelara sus huellas sobre su espalda con los dos puños. Que le prometiera que serías su única amante. Que las noches serían solo suyas y no para la esposa que lo esperaba en casa con tres hijos.
Pensó que nada que ver con Juan: que el amor es carne antes que corazón...
-Fuiste el segundo hombre con el que hice el amor, y el tercero con el que me acosté- le escribió a Miguel en el mensaje de celular que le mandó unos minutos después de que se despidió de ella en la esquina de su casa, donde vive con sus padres.
El mensaje se quedó sin respuesta. Al día siguiente, Bety se gastó el crédito de una semana en media hora en el envío de otros tantos mensajes tan comunes (¡hola, cómo amaneciste!...Te extraño!...!Quiero verte hoy! Quiero que estemos juntos!...).
No estaba en los planes de Miguel continuar con Bety, la mujer más deseada de la escuela.
Le preocupaba, sí, que Bety cumpliera la amenaza de su último mensaje: “De mí no te vas a burlar ni a librar fácilmente cabrón, antes muerta que tu pendeja...!Te lo juro!”



jueves, 2 de junio de 2011


La Fuerza del Destino

VICTOR ULIN

Consuelo no puede sostener el sueño y se levanta mecánicamente de un solo esfuerzo.
Lo primero que hace al ponerse de pie es jalar una silla de madera para sentarse y contemplar su cama. La recorre visualmente con ternura y se le escapa una sonrisa adolescente.
Como cada mañana, las lágrimas acuden en tropel a su encuentro y se suicidan en la frontera de sus ojos castaños que retienen todavía una pizca de su juventud.
Desde hace veinte años llora por las mañanas...
Su madre murió a los 80 años de edad. Fue hija única. Cuando se dio cuenta, Consuelo ya tenía la mitad de su vida consumida en el cuidado de su madre Justina. 
A sus 50 años, era demasiado tarde para que Consuelo encontrara una pareja y se casara, y no quedarse sola como finalmente ocurrió a pesar de su deseo.
Los años fueron implacables con ella. Su padre falleció mucho antes que su madre. Los recuerdos sobre él son dispersos y tampoco hace por pegar los retazos de memoria de aquéllos años en los que la felicidad se le escamoteó para siempre.
En la casa que habita, también el tiempo envejeció en las paredes y desentona con el resto de las viviendas remozadas que fueron edificadas en el viejo San Juan Bautista.
En la parte frontal de su casa conserva lo que le queda de una miscelánea. Los anaqueles están vacíos.
En un pequeño aparador están unas muñequitas de plástico desvencijadas, una bolsa descolorida, algunos lápices y sacapuntas, platos amarillos que fueron blancos.
Consuelo levanta la cortina de hierro todos los días, como si fuera la miscelánea surtida que la gente de la colonia espera para comprar el mandado del día.
Actúa sin detenerse a pensar en lo que ya no es. Hay un afán en ella de gastarse las horas. Barre el interior de la tienda y la banqueta. Luego hace lo mismo en el resto de la casa que quedó destrozada por la inundación del 2007. Como pudo, rehabilitó su vivienda, pero no ha sido lo mismo: la humedad y las tejas rotas le preocupan. El cielo nublado la pone nerviosa y en ocasiones llora de preocupación.
A Consuelo la inundación le quitó su único sustento. Nunca recibió los diez mil pesos de apoyo que ofreció el gobierno federal a los que resultaron afectados en sus negocios.
Quien la ve no adivina su calvario cotidiano. Su delgadez es involuntaria. Come cuando tiene. Algunas vecinas la llaman, a veces, para ofrecerle un plato de comida o le regalan un pollo que Consuelo logra que le dure varios días o una semana. Hay ocasiones en las que las tres comidas del día son pan de sal y agua simple.
Cuando las cortinas de la miscelánea no han sido levantadas, es que está enferma, anda consiguiendo comida en el Centro o se fue a la marcha o plantón con los braceros que siguen demandando el pago por los años de trabajo en los Estados Unidos.
Consuelo ha puesto todo su empeño y fe en que le paguen el dinero que su padre, ex bracero, ya no puede reclamar y entonces tenga lo suficiente para surtir y reactivar la tienda vacía.
Los transeúntes que pasan por el local son muchos y es inevitable que dejen de verla.
Ahí está Consuelo. Sentada. Mirando sin mirar. A veces alguien se detiene para preguntarle si vende refrescos o el nombre de alguna de las calles en las que jugó de niña.
A las 6 de la tarde, sin vender nada, ni un solo peso, baja la cortina de la miscelánea.
Una hora más y Consuelo se sentirá viva. Ni un solo día desde que inició transmisiones se pierde su novela favorita del Canal de las Estrellas: “La Fuerza del Destino”.
Es cuando su casa se llena de voces. El sonido de la televisión devorando al silencio.
 El momento más triste le llega con la conclusión del último capítulo de la noche.
Consuelo desconecta el televisor. A falta de leche, toma agua y le da dos o tres mordidas a la pieza de pan.
Apaga las luces y se tapa con su delgada sábana. Otra vez el silencio la enguye.
            Mañana, cuando despierte, se levantará mecánicamente de un solo esfuerzo. Jalará la silla para sentarse y contemplará la cama en la que murió su madre Justina...