ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















lunes, 25 de julio de 2011

El marido de Lola


Víctor Ulín

A Luis le avisaste que irías a casa de Marta, tu mejor amiga, para consolarla, y que probablemente llegarías muy cansada en la madrugada:

-Ayer, cuando venía a su casa, la pobre de Marta vio como Fernando, su esposo, salía de un motel acompañada de su amante. No sabes qué destrozada está y no para de lloriquear; se quiere morir- le inventaste a Luis, sin el mínimo asomo de remordimiento.

-Si mi amor, no te preocupes. Aquí te estaré esperando- es la repuesta que Luis repetía cuando el origen de tu ausencia deliberada era cualquier otra aparente razón que implicara varias horas o días: una junta que se presentó de improviso, el cumpleaños de un amigo del trabajo que celebrarían en un antro, la falta de alguien a quien había que reemplazar hoy mismo en la empresa o de plano un viaje que no podías aplazar.

***
-Me cuesta tanto ser yo-  musitas cuando lamentas despedirte quedito de Rubén que prefiere seguir durmiendo y no  acompañarte al carro que dejaste  en el estacionamiento del departamento en el que suelen verse regularmente desde hace un año, cuando tuvieron su primer encuentro.
-A mi esposo no lo dejo, es tan buena gente y me quiere mucho- le decías a Rubén cuando asomaba su intención de que te fueras a vivir con él, o atisbaba alguna escena de celos propia del macho mexicano que le latía dentro.

***
Te gusta, en casa, ser la reina de Luis. Te sorprende, siempre, con algún detalle cuando llegas a la hora que quieres: solo le avisas, sin pedirle permiso o su autorización, para cumplir la formalidad que las reglas sociales del maridaje imponen y darle su lugar como jefe de la casa.
Tus padres y suegros son los más felices de que se hayan casado: tienen a los hijos perfectos que integran un matrimonio ejemplar.

***


-¿Me compartirías con otro hombre?- le preguntaste temerariamente a Luis una noche mientras observaba en la televisión la repetición del partido de fútbol que había visto por la tarde  en compañía de unos amigos.

-¿Por qué me preguntas eso? ¿Cómo crees? Eres el amor de  mi vida. La mujer con la que quiero vivir el resto de  mis días. La madre de mis hijos. Sin ti, te juro que me muero de tristeza- le respondió Luis, tembloroso, distrayendo su atención de la televisión en la que solía embelesarse apenas tomaba el control para repasar los canales deportivos.
Pensativa, caías en la cuenta de que Luis, pese a sus deficiencias y a no ser el marido que soñabas antes de casarte, era un buen hombre: llegaba puntual a la casa, te entregaba el sobre completo de la quincena y procuraba mantenerte contenta dándote gusto comprándote el vestido y los zapatos que quisieras de los aparadores.
El distanciamiento llegaba por las noches. Hacer el amor con Luis era una hazaña. Atraer su atención implicaba un acto de auténtico malabarismo en la cama.  El baby doll que usabas y modelabas discretamente para despertar su interés les eran indiferentes. Había noches en las que solo te daba un beso en la frente y te abrazaba para quedarse dormido minutos después, y tú con las ganas de sentirte mujer.
En tu día de suerte con Luis, te encabronaba que terminara antes que tu.  Te quedabas callada y deseosa que a tu lado estuviera Rubén.
***
A Rubén le daba igual que fuese de día o noche. Bastaba con llegar a su departamento. El sonido del timbre era el preludio de lo que les esperaba.
El recibimiento, violento, te excitaba. La fuerza de sus dedos metidos en tu caballera te anunciaban lo que venía: el tintineo de sus bocas, las caricias intrusas, las palabras obscenas que le pedías repetirte quedito al oído.
Con sus pausas en el baby doll, la magia de Rubén te desnudaba. Sus mordiscos, rudos, te alejaban de la delicadeza de Luis.
A Rubén le pedías que estando en su casa te llamara Lola. Nunca le explicaste. Tu nombre de pila, Adriana, lo reservabas para Luis.
En la madrugada, clandestina, abandonabas la cama y la habitación de Rubén.
-Nos vemos amor, te busco en la semana- le decías sin esperar respuesta.
En el celular, las llamadas y los mensajes de Luis te apresuraban:
-No llegues tan tarde cariño. Espero que Marta se encuentre bien. Si llegas y ya no estoy, te dejaré tu desayuno en el refrigerador. Nos vemos en la noche. Te prometo que esta noche no veré la televisión…

jueves, 14 de julio de 2011

María Magdalena
VICTOR ULIN
-El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra- citas en silencio la frase bíblica de Jesús cuando rescató a María Magdalena de una muerte inminente a pedradas en las calles de Jerusalén.
El tuyo, con Federico, es un pecado menor que seguramente te será perdonado el domingo cuando vayas a misa de 12 con tus padres, y te confieses con el Obispo en la Catedral  y en penitencia te pida rezar, de rodillas y de frente al altar mayor, diez aves marías y 20 padres nuestros.
Buscas culpables en el pasado y encuentras a Pedro, tu padre.
-Tú te mereces  algo mejor. Eres una mujer hermosa que puede elegir y casarse con alguien que valga la pena –te dijo tu padre cuando supo que clandestinamente frecuentabas desde hace dos años a Jaime –ignoró todo el tiempo que eran amantes-, un joven profesionistas recién egresado de la carrera en Derecho que empezaba a labrarse  su propio camino y que se enamoró de ti desde el primer día que coincidieron en una de tantas clases que cursaron durante su formación en la universidad.
Unos meses más tarde seguiste el consejo de tu padre que ofreció duplicar sus oraciones nocturnas si Dios le concedía que dejaras de ver a Jaime que “es un don nadie que no tiene en qué caerse muerto”.
Tu explicación a Jaime el día que le pediste verlo para consumar la petición de fe de tu padre fue muy simple, pero demoledora para su corazón y aspiraciones futuras contigo: en un año más, con un empleo consolidado, su casa y automóvil, tenía pensado pedirte matrimonio.
-Se me acabó el amor- le afirmaste a Jaime convencida de que estabas haciendo lo correcto y no paraste de repetirle que “eres un buen hombre y no tardarás mucho en encontrarte una mujer que sí te merezca”.
La insistencia de Jaime para regresar y los encuentros esporádicos que sostuvieron  -y que  evidenciaron la duda de tu decisión- no doblegaron tu arrepentimiento para retractarte de haberlo terminado.
Jamás volviste a verle. Lo último que sabes es que Jaime se fue de la ciudad para tratar de olvidarte porque desde el año en que decidiste abandonarlo no hubo cantina en la que no pronunciara tu nombre.

La predicción de tu padre nunca se cumplió. Sus plegarias no dieron resultados. A tus 35 años estás arrepentida de haberle hecho caso y renunciar al amor incondicional de Jaime que hoy quien sabe dónde está.
A los 33 años que conociste a Daniel,  tu soltería era ya una cuestión de orgullo y prejuicio que necesitabas superar para frenar las murmuraciones por tu presunto lesbianismo y borrar el mote de “quedada”.
Tu sorpresiva boda con  Daniel fue consecuencia de tu desesperación. Por tu soltería, para tus padres era menos doloroso verte casada con cualquiera que soportar el qué dirán de los vecinos y familiares cercanos.
Tu padre atestiguó el fracaso de su consejo para excluir a Jaime de tu vida hace casi siete años: te casaste con Daniel, un estudiante trunco de preparatoria, divorciado, con hijos, inculto, empleado en una empresa departamental que conociste en uno de tantos días que fuiste de compras por tus cremas faciales.
Para tu enlace matrimonial tus padres gastaron sus ahorros y no escatimaron en festejar en grande ni en pagarte la luna de miel en Playa del Carmen, Quintana Roo. Ni uno solo de tus vecinos faltó a la majestuosa y suntuosa fiesta celebrada en el Hotel Camino Real.
Pasada la euforia, los problemas llegaron en el primer año de casados. Lo que a Daniel le queda del sueldo que cobra quincenalmente como empleado en la tienda comercial -restando la pensión de sus hijos de su primer  matrimonio y lo que tu ganas en la empresa de Marketing en la que  laboras- no alcanza  para vivir como tus padres y tú misma habías deseado: cómodamente y sin apuros.
Tu presunto desapego al materialismo del que alardeas no asistiendo a las ventas nocturnas de Liverpool o Fábricas de Francia no fue suficiente para, pacientemente, tolerar las carencias con Daniel al que prácticamente mantienes con tu salario mensual.
Muchas veces, en las  noches, cuando sales al corredor a fumarte un cigarrillo (habías dejado de hacerlo desde la universidad, pero a partir que te casaste volviste al vicio para calmarte los nervios y relajarte de tanto estrés) te preguntas por qué te casaste con Daniel: es tan aburrido, sin temas de qué platicar, sin aspiraciones. La única respuesta sensata es que ya “te estabas quedando” cuando lo conociste, tenías la presión de todos encima y Daniel “no era mal parecido” y tus padres, como sucedió, le dieron el visto bueno sin mayores exigencias sobre su condición: daba igual quién era o qué hacía.
Hoy confirmas que el presunto amor que le tienes a Daniel es tan falso como para no continuar tu relación clandestina y extramarital con Federico, el dueño de la empresa de Marketing en la que trabajas.
Con el aumento de sueldo y lo que Federico te da cada que se ven en su departamento, has pagado tus deudas en el banco y con las agiotistas del fraccionamiento, y te alcanza para llevarle obsequios a tus padres los domingos cuando vas de visita con Daniel y juntos, en familia, a misa de doce.