ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















domingo, 22 de mayo de 2011


¡Eres una puta!


VICTOR ULIN


-¡Eres una puta! -es lo primero que a bote pronto le sale a tu madre de las entrañas. Ni dejó que acabaras de contarle los detalles de lo que te está pasando... y matando.

Qué diferencia de la primera vez: lloraron juntas de contenta cuando le diste la noticia.

Lo sucedido en aquélla ocasión fue una “piedra en el camino” con la que todos tropezamos –te dijo para consolarte y mitigar su culpa por lo que te había ocurrido- y tu no fuiste la excepción. Tu madre te ofreció su hombro y ambas superaron lo sucedido.

Hoy tiemblas de miedo. Una experiencia más –piensas- no es suficiente para agarrar valor.

Habías decidido confesarle después de días de cavilación. Sabías el riesgo, lo que te diría apenas oyera tu historia y te reprochara que no tengas remedio, que no escarmentaste con Julio. Te proyectaste en esta escena tantas veces que estuviste apunto de arrepentirte, escapar de casa y dejarle mejor una carta  sobre tu cama. Es lo que algunas de tus amigas habían hecho cuando no tuvieron el valor de enfrentar a sus padres y decirles la verdad, pero luego regresaban a pedirles perdón.
           
En la víspera, antes de hablar con ella, tuviste pesadillas. En todas, te veías sucia, de rodillas en la inmensidad de un desierto y siendo devorada por el sol y los animales. Despertaste una decena de veces pronunciando el nombre de Gilberto, tu novio.

A tu madre, Gilberto le gustó para que fuera tu esposo.

-Ya es tiempo de que sientes cabeza- te sugirió después de que lo llevaste a casa y se lo presentaste. Se guardaba el reclamo de Julio que revoloteaba en su testa: “El cabrón que te desgració la vida”.

El consejo de tu madre fue para ti una orden explícita. Gilberto te gustaba y te parecía un buen hombre. Qué más daba dar el “sí” cuando te pidió que fueras su pareja.

Cuando le anunciaste a tu madre que Gilberto formaba parte de la familia te felicitó y te dijo, -lo recuerdas muy bien-, “no me falles que ahora sí quiero verte como Dios manda, casada y feliz”.

-¿Qué estúpida fui? – te insultaste después, maldiciendo cada instante compartido con Gilberto.
           
A Gilberto le bastaron dos meses para ponerte el mundo a tus pies. Recurrió a la estrategia común de enamoramiento que de tanto repetirse es ya infalible: el ramo de rosas, los chocolates, los globos, la serenata, los pequeños detalles, la promesa de hacerte “la mujer más feliz de la tierra”, que serías su esposa por las de la ley y madre de sus hijos.
            Nunca notaste -¡si serás pendeja!- te reclamaría tu madre cuando le  contaste- que Gilberto estaba recorriendo contigo el mismo camino que Julio hace tres años.
            Gilberto se ganó pronto la confianza de tu madre, y la tuya. Que faltaras a dormir los fines de semana o que salieras de vacaciones con él, era de lo más normal.
            Lo único que les faltaba era poner fecha para la boda y decirle al padre “sí acepto”.
            No reparaste en nada con Gilberto. Las vacaciones que pasaron juntos se convirtieron en verdaderas cruzadas de sexo que se prolongaban los días y las noches. El amor lo dejaban para los paseos tomados de la mano y las fotos en pareja.
            Gilberto cambió a partir de que regresaron de su último viaje de San Cristóbal.
            Ni una llamada desde la despedida. Tampoco contestaba las tuyas. Por orgullo, esperarías a que fuese a visitarte para perdonarlo. Te empezaste a preocupar al mes de su ausencia.
            Lo buscaste en su casa sin encontrarlo. Había partido al Distrito Federal sin avisarle a nadie. El mundo se te vino encima.
            Tu madre dejó de creer la versión de que Gilberto ya no las frecuentaba porque estaba muy ocupado en su trabajo.
Tú también no podías seguir simulando por más días. Tarde o temprano se daría cuenta.
A la mañana siguiente del último sueño y de tu más reciente pesadilla (aparecía Julio burlándose de ti y corriendo desnudo por encima del mar hasta perderse), sorprendiste a tu madre en su habitación. Los dientes te tiritaban y las piernas se te engarrotaron.
Sin preámbulos, le pediste que escuchara, que tenías algo importante que decirle.  Exhalaste hondamente para articular la declaración demoleradora, y reducir los latidos de tu vientre.
            -Volvió a pasar. Se repitió la historia. Estoy embarazada, y él me abandonó- soltaste en pleno amanecer.
            -¿Qué? ¿Qué dices? –preguntó, incrédula, tu madre.
             -¡Estoy embarazada!
            -¡Eres una puta!...
            -Perdóname mamá...
            -¿Y ahora qué harás con dos hijos? ¿Qué hombre va a querer casarte contigo...?
            Las dos lloraron. Esta vez no hubo abrazos. Ni celebraciones. El fracaso era compartido.
           
           

martes, 17 de mayo de 2011

“Profesión de Fe”

VICTOR ULIN


Estás harta de seguir simulando. De decir “sí” cuando la respuesta es “no”. De prolongar la hipocresía que para tus “hermanos” es forma de vida. De tener que conformarte con revistas extremas, películas que queman, almohadas profanadas y pensamientos nostálgicos cuando sientes la provocación de tu cuerpo que demanda caricias ajenas.
Ocurrió hace un mes exactamente. Era domingo. Tu día y el de tus padres, principales promotores de lo que se ha convertido en tu calvario, en tu Vía Crucis sin ser la elegida.
Sentiste muchas cosas sin percibir el abismo. Nunca imaginaste que este momento te haría infeliz.
No estuviste, ni estarás –lo supiste siempre, pero lo negabas- dispuesta a luchar “contra el  demonio" que, -según la interpretación del Pastor-, te tienta a todas horas y hay que exorcizarlo a tiempo para que no seas una eterna pecadora.
Una semana antes, desde el púlpito, probaron tu presunta fortaleza y convicción.
Frente a todos, disertaste sobre el orgasmo femenino. Te sentiste tan tú en ese instante.  La seriedad del tema, fue, en ti, una catarsis. Hablar del orgasmo en el templo que no está vedado sino a ser tratado “como Dios manda” no es cualquier cosa.
El Pastor –recuerdas- pidió a los padres que los más pequeños abandonaran el recinto y fueran al patio a seguir con la lectura de la Biblia. Todavía no estaban preparados sus oídos para escuchar lo que dirías y que preparaba tu arribo a la “santidad”.
            El domingo siguiente, el Pastor te recibió con júbilo y sonriente. Un orgasmo espiritual lo invadía cuando desparramaba el agua bendita en la frente de los hijos que entran al redil.
No pensaste que te abría las puertas del infierno. Que tu casa sería una prisión. El purgatorio.
            Tus padres ignoran lo que sucede contigo después del domingo, hace seis meses ya.
Cómo por las noches tienes que esperar, casi sonámbula, a que se duerman para poder sentirte mujer. Cómo te destilas sobre la cama, frenética, silenciosa, mientras tus ojos no se apartan de la pantalla de la televisión donde proyectas películas de Bigas Luna o Pedro Almodóvar que llegan a rescatarte de tu castidad.
A tu edad, es normal que fantasees por la noche  con tu ex novio o con el vecino haciendo el amor en una playa desierta, en un elevador, en el auto, en la oficina, en el templo o donde los agarre la fuerza de la sangre que no repara en prejuicios ni dogmas.
Te arrepientes ahora de haber terminado la relación con tu novio porque tus padres te lo exigieron. No “es suficiente que tu futuro esposo profese tu fe, sino que debe merecerte”.
-Una señorita, una mujer decente como tú debe mantenerse virgen hasta casarse con un hombre de bien, que te haga feliz y te dé buena vida, pero sobre todo que sea buen cristiano: que te respete y vayan a misa juntos - te repite tu padre y madre cuando perciben una resistencia pasiva tuya que no llegaba, aún, a rebeldía.
-Es contra natura lo que está pasando conmigo- aciertas en un dejo de lucidez-. No estás hecha para lapidaciones ni para sacrificios que son ofrecidos, en tu nombre, por terceros.
            Creíste que a partir de ese domingo “bendito” tu mente se quedaría en blanco y tu cuerpo estaría ausente, insensible, ajeno a ti, preparado para enfrentar al “demonio” que, -dice el Pastor-, se disfraza de hombre para seducir a las mujeres débiles.
Ahora te das cuenta que no es cierto. Que nadie puede contra lo que eres.  Que la represión es una máxima que se queda en la Biblia.
Esta noche estás decidida a cortar el cordón umbilical de tu fe. Le pedirás a Roberta que hable a tu casa, pregunte por ti  y te invite al cine. Para entonces le habrás llamado a Manuel, el joven que conociste hace un mes y has tratado sin que tus padres se enteren.
Roberta solo llegará por ti. Saldrán juntas. En la esquina, Manuel las estará esperando.
Llevará a Roberta a su casa y tu te irás con él al lugar donde, pagando el alquiler, se consuman los amores falsos.
Eres mayor de edad. Una mujer –te persuades- que “debe tomar el toro por los cuernos”.  Dispuesta a ser tú.
Por un momento, te aterra la idea de que el Pastor, enterado, como lo ha hecho con una centena que apela a su libre albedrío y se rinde a su conciencia gelatinosa, anuncie frente a los feligreses y tus padres que por fornicar estarás castigada durante un año sin comulgar y serás lapidada con miradas lanzadas por tus hermanos.
Es lo de menos –respondes a ti misma- Lo que más te preocupa son tus padres.
-¿Pero quién les dirá, si no soy yo misma? – preguntas afirmativamente para animarte a llamarle a Manuel.
A Manuel le sorprendió tu llamada. Había desistido de seguirte buscando, de cortejarte.
-Te espero a las 8 en punto, a tres cuadras de la casa, iré con Roberta, que nadie te vea, ¿eh?- le explicas mientras tu corazón se amotina y la sangre se prepara.
-No te preocupes. Estaré puntual- respondió,  lacónico.
Del ropero, eliges un vestido que se ajusta a tu cuerpo. Una seda lisa y suave. Fácil de despojar.
Desde aquél domingo que tus padres celebraron tu “profesión de fe”  te habías condenado –por lo menos es a la conclusión que llegaste después de tantas noches en vela- al calabozo de tu religión y hoy aspirarías a recuperar tu libertad con Manuel.
Le pedirías que te devolviera lo que no puedes dejar de ser –mujer- ni aun cuando todas las maldiciones o excomuniones del Pastor y de tus padres cayeran sobre ti.


domingo, 8 de mayo de 2011

Ella, Ricardo y La Paulina



VICTOR ULIN

Elegiste el Día de las Madres para casarte con Ricardo. Era el regalo que también querías darle a tu madre en su día para celebrarla. Fuiste, sin ser la menor, su consentida de entre cuatro hermanos.
El vestido sería blanco, con una cola –decías- que “llegara hasta la entrada del cielo”.
Tendrías dos hijos. Una niña y un niño. A él le pondrías el nombre de Ricardo. A ella, el de tu madre Josefina.
Después de tres años de noviazgo no podías aplazar la boda que habías imaginado desde aquél  día que le dijiste a tu madre, apuntando el aparador de cristal claro que protegía el vestido de boda en uno de los locales céntricos, que te casarías de blanco y que llegarías virgen al altar.
Lo cumpliste. Por ti no quedó. Estuviste a punto de ser la primer mujer de tu familia que se casaba de blanco y virgen. Hubieses sido la envidia de tus hermanas, primas y vecinas. El padre de la Iglesia no se cansaría de ponerte de ejemplo. Una mujer virgen en estos tiempos es, para tu religión, una auténtica reliquia.
Para tu madre serías el sueño consumado que nunca pudo alcanzar con tu padre.
Tu madre piensa que es algo que le puede pasar a cualquiera. Que no es para que estés gritando que te quieres morir. Que te quieres matar para no sufrir más.
            Si supiera tu madre que no fue el hecho de que anduviera con otra mujer la que te tiene postrada en la cama, sin comer, sin querer ver a nadie ni salir a ninguna parte desde hace dos semanas, “porque no puede ser cierto lo que me hizo el maldito”.
            Te sientes un remedo de mujer. En la colonia eres el tema de nunca acabar. Están esperando la hora de que salgas de casa para murmurar a tu paso. Así es el barrio. Pueden pasar meses y dejan de hablar de uno de repente, cuando las lengua se les cansa o se compadecen porque observan como el dolor te aniquila.
            Tratas, por momentos, de justificarlo. De culparte por lo que sucedió.
-¿Por qué diablos no dejé que me hiciera el amor? – dices, y recuerdas como Ricardo, cuando cumplieron el primer año de estar juntos, te pidió la prueba de amor que todo chica -de barrio o no- sabe que tarde o temprano tiene que darle a su novio. Es la ley no escrita.
Muchas veces lo dejaste tirado en la cama, semidesnudo. No te conmovía verlo entrar derrotado al baño a concluir lo que tu habías iniciado. El entusiasmo de los besos y las caricias le presagiaban un final que no esperaba, pero que intentaba animoso: tenía fe que el día menos pensado le permitieras bajar por completo tu falda y besarte la entrepierna. Meterse en ti. Redimirlo como novio y hombre.
Todavía hoy que te habla a casa le dice a tu madre, antes de colgarle, que te ama.
-¿No fue entonces mi resistencia lo que ahora lo tiene en brazos de otro?- reflexionabas.
La idea de regresar con él te da asco. El amor que sientes todavía no podría superar lo que descubriste. En otra circunstancia quizá volverías a perdonarlo, como cuando novios se peleaban por celos mutuos o por cualquier cosa.
Deseas no haberlo conocido nunca. Ni mucho menos habértelo encontrado en el antro esa noche. Ni uno de los dos sabía que iría el otro. Tú querías ir con tus amigas y experimentar la sensación de estar en un antro donde el sexo se mimetiza.
Cuando divisaste un parecido, dudaste que fuese él. Estaba de perfil, acompañado de una presunta mujer.
Te acercaste justo en el momento en que sus labios, sus lenguas, se juntaban, revolvían, y sus manos recorrían mutuamente los costados de sus piernas y nalgas.
-¡Ricardo!- Le gritaste. Te diste la vuelta y saliste del antro sin detenerte a su llamado.
Es inexplicable lo que sentiste. Saber que tu hombre estaba con otro, La Paulina, no es cualquier cosa.
Al día siguiente fue a tu casa. Para entonces estabas inconsolable, llorando.
Lo recibiste. Incrédula. Encabronada. Lo golpeaste en el pecho. Lloraste. Gritaste. Lo llamaste “maldito maricón”.
No le creíste cuando te dijo que te amaba. Que lo que viste no es lo que tú crees. Que eres la mujer de su vida. Que le dieras una segunda oportunidad. Que no ocurriría otra vez. Lloró, pero no te conmovieron sus lágrimas. Al contrario, lo detestaste más.
 -¡Vete desgraciado!- fue lo último que se llevó de ti.

Dos meses después confirmarías que tomaste la decisión correcta. El día que coincidiste en el súper con él, andaba de compras con quien lo encontraste aquella noche. No te sostuvo la mirada.  Ella, La Paulina, lo besó en tu presencia. Marcó su territorio. Te hiciste la fuerte. Pero tu corazón se ahogó de llanto. Había sido el amor de tu vida.