ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















miércoles, 29 de junio de 2011


Mi último amor…
VICTOR ULIN
De que fuiste su primer amor no te queda la menor duda. Cuando le conociste no sabía ni besar: te mordía los labios y metía su lengua con tal violencia que te ahogaba con su saliva en tu propia garganta.

Aprendió con tus enseñanzas que la sexualidad estaba en la actitud y la disposición de aprendizaje sin  prejuicios.
En dos años fuiste partícipe de su metamorfosis y te sentías orgulloso de lo que habías logrado: no querías desprenderte de sus labios ni de su cuerpo un instante.
Empezaste a creer en Dios y en ti mismo a partir de que la conociste. Te cambió. Tomaste su aparición como una segunda oportunidad y quizá la última que fueses a tener en lo que pueda quedarte de vida.
Es lo mejor que te pudo haber pasado en los últimos años después de tu último divorcio que casi te  mata.
Qué importa que ahora seas la sombra de lo que fuiste hace una semana cuando ni por la mente te pasaba que pudiera suceder lo que tarde o temprano ocurriría: que dejara de frecuentarte sin motivo aparente. 
Hoy, no puedes más, decidiste quedarte en casa y reportarte enfermo al trabajo en el que, de hecho, están esperando tu jubilación como buitres.
No quieres que tu dolor se vuelva el festín de tus compañeros de la empresa ni de tus amigos, los pocos que te quedan. Nadie creería o tomaría en serio si le dijeras que te está llevando la chingada por amor.
Lo de quedarte en casa es solo una excusa. La verdad es que ya no deseas levantarte de la cama y,  apropósito, dejarás que el tiempo se encargue de ti en cuestión de días si continúas sin comer ni atenderte.
En el silencio rascas en las paredes el sonido de su voz y cierras los ojos para escucharla y verla.
La primera vez que te acompañó a tu casa estaba temblorosa. Sudaba. Una semana después tenía sus propias llaves y sabía exactamente la hora en la que llegabas del trabajo. La casa lucía impecable.
Desde que abrías la puerta y notabas el brillo del comedor sabías que estaba esperándote en la recámara.
Al principio los encuentros fueron solo escarceos y un pueril prejuicio estuvo a punto de impedir que sucediera lo que anhelas ahora y por lo que estarías dispuesto a sufrir – y morir- si fuese necesario.
Era un regalo de Dios. No pudiste darle otra explicación cuando amanecía contigo o pasaban encerrados toda la semana sin darse respiro  corporal. Fueron muchos días, meses, dos años.
Nada como el primer día. En esta misma cama. Sobre la memoria de estas mismas sábanas que la echan de menos.
No dijo nada. Nadie dijo nada. Tus manos ofrecieron su mejor repertorio ese día. Ella cerró los ojos simplemente.
Le desprendiste la ropa con la maestría del mejor mago. Fue como una oruga saliendo de su capullo: un abdomen largo, liso, una espalda arqueada, dos volcanes finamente pronunciados, redondos,  desafiantes…
Atravesaste su limbo y te sentiste un Dios. Imparable. Imbatible. Con la fuerza de veinte mil guerreros.
Cuanto te confesó llorando que a sus 18 años tú eras el primer amor de su vida, contuviste el llanto y la abrazaste.
Te sentías tan seguro que no te pareció raro que faltara a casa dos días o que no te llamara por teléfono.
Una semana  de ausencia y estás al borde de la locura. No responde a tus llamadas. Nunca la acompañaste a su casa. Ni supiste quiénes eran sus amigos o el chavo que hacía semanas la cortejaba.
A tus 70 años de edad, sabes que Selene se ha ido, que no volverá. Que ya es el último amor de tu vida.
La lloras…

viernes, 24 de junio de 2011

SOY SOLTERA
VICTOR ULIN
La pantalla de la computadora te lo recuerda de inmediato. Fue el amor que se quedó huérfano en la alcoba durante las largas noches de mutua indiferencia.
Tuviste que tocar fondo para tomar la decisión que el prejuicio casi aborta: no es cualquier cosa renunciar al pasado y ser crucificada por las miradas y las palabras de los familiares y los amigos que cuando viven algo similar, se inventan viajes de placer o estancias en el extranjero para volver uno o dos años después del autoexilio.
¿Por qué tenías que ser la excepción? Eres tan ser humano como los que nos equivocamos no una, sino decenas de veces: incluso tropezando con la misma piedra.
Cuando lo viste por primera vez, reaccionaste instintivamente. ¿El destino? Quién para adivinar lo que sucedería dos años después de que te casaste con él en una fecha que jamás olvidarás, aun cuando intentes aniquilar su nombre de tu memoria: fue una fiesta majestuosa. Las páginas de sociales en los diarios reseñaron el evento con amplitud y la foto principal era la de los dos besándose frente a todos.
¡Qué feliz!. Es la foto que tienes en tus manos. La última que dudas en conservar, que tampoco quieres quemar ni tirar en el cesto de la basura. Te ves tan hermosa en la imagen: un vestido blando de seda finamente trazado para que luciera tu cintura perfecta y hombros adorablemente desnudos que embellecían tus pecas.
Eres bella. Cualquiera de los pretendientes que asistieron a tu boda desearon estar en el lugar del hombre al que amaste incondicionalmente como esposo.
Lo amaste. No hay otra manera de entender que lo hayas perdonado tantas veces. Que hayas locamente dicho “sí” cuando te prometió matrimonio para toda la vida y que te trataría como lo que en realidad siempre has sido, pese a él y con él: una princesa.
El terror vino posteriormente. Gritos en público fueron el preludio de los golpes en casa.
Con las amigas aprendiste a crear historias: desde caídas hasta golpes en la pared cuando caminabas a oscuras porque no querías despertarlo a él ni a tu hija.
Las 24 horas del día quería saber tu ubicación. Con quién salías, a dónde ibas. Cómo te vestías. A quién saludabas. Qué ropa interior portabas. Evitaste las minifaldas o los jeans ajustados contra tu voluntad: hacerlo enojar era lo que menos querías.
Una llamada sin responder y dabas por hecho lo que sucedería llegando a casa: una cachetada que dejaría calcado los dedos de sus manos en tus mejillas o patadas certeras en las piernas a propósito, para que no usaras faldas ni vestidos cortos.
-¡Eres una cualquiera...¿Dónde estabas? ¿Eh?!- gritaba cuando entrabas a casa, al tiempo que extendía y lanzaba su mano derecha para impactar tu rostro.
Las explicaciones sobraban. Lo provocabas más cuando le suplicabas que dejara de agredirte. Que la niña podría despertarse. ¡Que por favor no más golpes en la cara!...
En el cuarto, la violencia se prolongaba cuando te obligaba a desnudarte para probar la sombra de su hombría: abría, a fuerza, tus piernas, mordía tus pechos...
Tu único consuelo es que no podía tardar demasiado en ti. Lo notaste desde el día de tu luna de miel en el hotel de cinco estrellas que parecía un castillo de hadas, como lo soñaste cuando pensabas en cómo querías que fuese tu primera noche.
Valla realidad. Nada comparado con lo que habías imaginado ni fantaseado, ni mucho menos aprendido con tu último novio, al que llegaste extrañar y desear desde tu luna de miel y las noches en las que tu esposo solo se preocupaba por sí mismo.
Qué cara puso cuando le comentaste tu deseo, legítimo, de venirse los dos juntos.
Tu cuerpo se le impuso siempre. Qué cuerpo. Qué tesura. Qué piel. Tus labios. No hay metáfora que se acerque. Cualquier hombre se sembraría en ti infinitamente.
Nunca supo por dónde comenzar el muy estúpido. Bastaba con besar tus dedos, deslizarse sobre tus pantorrillas, piernas y prepararte para el vuelo que nunca llegó. Fuiste como un pájaro sin alas. Como una noche sin estrellas ni cielo. Como un día sin sol, o una primavera sin flores en los jardines, como un lago sin agua.
Resististe, estoica, hasta el día en que –¡qué carajos!- te comiste tu miedo. Lo denunciaste.
El divorcio fue más rápido de lo que te hizo creer para inhibirte. El muy cobarde desapareció: prefirió la clandestinidad y la huída.
Qué libertad la de ahora. Qué alegría. Qué ganas de encontrar al hombre que conquiste tu cuerpo. Que se ancle en tu mar. Que provoque huracanes y tsunamis.
Es lo que ahora deseas. Es lo que esperas que suceda cuando, en la página de tu facebook, cambies tu situación sentimental de casada por soltera. ¡Soltera!
Tu llanto es porque serás tú misma la que lo haga y no él. Ya no más responder a sus órdenes para escribir “casada” y en tu muro “te amo”...

miércoles, 8 de junio de 2011


Mi segunda vez

VICTOR ULIN

Solo hasta ahora te das cuenta de lo que eres capaz por un hombre. No es un capricho como dice la gente que únicamente conoce de ti lo que las apariencias especulan.

Nada que ver con Juan, tu primer novio. Comparado con Miguel, lo de Juan fue una prueba piloto: del ensayo y el error nunca pasaron las veces que hicieron el amor.

Lo que descubriste con Miguel estás dispuesta a defenderlo y harás lo imposible por retenerlo. Lo que cueste.

Miguel. Su nombre dejó de sonarte igual desde que empezaste a pronunciarlo con tu boca. 

Le conociste en la clase de literatura: Pablo Neruda fue el cupido que los flechó desde que compartieron su gusto por sus 20 poemas de Amor y Una Canción Desesperada.

De los mensajes por el celular pasaron a la charla en el café. Elegiste salir con el que menos te había insistido: el resto de tus pretendientes agotaron las florerías y las dulcerías para persuadirte.

Cansados de esperar el “sí” para que aceptaras, más de uno te calificó de caprichosa.

Estabas destinada para Miguel. La diferencia de edades fue un atractivo más a su favor.

Los encuentros entre ambos aumentaron. Las preguntas de qué somos y adónde queremos llegar no fueron necesarias.

Los besos y las caricias públicas urgían la clandestinidad para multiplicarse entre sus cuerpos.

La primera vez que sucedió el silencio fue deliberado. El acuerdo tácito. Miguel condujo el vehículo hasta el cuarto anónimo que acumula las culpas y libera las almas prisioneras. Pagó por ocho horas.

La cama era amplia. Las sábanas blancas. Las almohadas anchas y abarcadoras.

Lo primero que hiciste fue echarte de bruces como cuando con Juan en su departamento.

Miguel no esperó a que voltearas para quedarle de frente. Tampoco lo intentaste. Esperaste a sentir la bravura de sus manos sobre tus piernas blancas y suaves.

Tu vientre, liso y delgado, se hundió entre las sábanas y el colchón. Tus glúteos apuntaban a él.

Ni sentiste cuando Miguel cambió tu piel. Sus labios barrieron con las huellas de Juan.

También tú le hiciste lo que nunca a nadie, ni a Juan: te mudaste a la piel de Miguel.

La Bety reprimida que conociste se había ido: ahora estabas vaciando tu boca en su pecho, en su cintura... en su origen que también es el tuyo, y el de todos los que somos.

El volvía a ti. A ellas que lo aguardaban enhiestas en su pecho. Solícitas. Su lengua era audaz. 

La humedad la inundaba. Los poros saciados de sed se le desparramaban exhaustos.
Bety, conquistada, gritó el nombre de Miguel desde la profundidad de su garganta.
Le pidió que se quedara en su piel. Que cincelara sus huellas sobre su espalda con los dos puños. Que le prometiera que serías su única amante. Que las noches serían solo suyas y no para la esposa que lo esperaba en casa con tres hijos.
Pensó que nada que ver con Juan: que el amor es carne antes que corazón...
-Fuiste el segundo hombre con el que hice el amor, y el tercero con el que me acosté- le escribió a Miguel en el mensaje de celular que le mandó unos minutos después de que se despidió de ella en la esquina de su casa, donde vive con sus padres.
El mensaje se quedó sin respuesta. Al día siguiente, Bety se gastó el crédito de una semana en media hora en el envío de otros tantos mensajes tan comunes (¡hola, cómo amaneciste!...Te extraño!...!Quiero verte hoy! Quiero que estemos juntos!...).
No estaba en los planes de Miguel continuar con Bety, la mujer más deseada de la escuela.
Le preocupaba, sí, que Bety cumpliera la amenaza de su último mensaje: “De mí no te vas a burlar ni a librar fácilmente cabrón, antes muerta que tu pendeja...!Te lo juro!”



jueves, 2 de junio de 2011


La Fuerza del Destino

VICTOR ULIN

Consuelo no puede sostener el sueño y se levanta mecánicamente de un solo esfuerzo.
Lo primero que hace al ponerse de pie es jalar una silla de madera para sentarse y contemplar su cama. La recorre visualmente con ternura y se le escapa una sonrisa adolescente.
Como cada mañana, las lágrimas acuden en tropel a su encuentro y se suicidan en la frontera de sus ojos castaños que retienen todavía una pizca de su juventud.
Desde hace veinte años llora por las mañanas...
Su madre murió a los 80 años de edad. Fue hija única. Cuando se dio cuenta, Consuelo ya tenía la mitad de su vida consumida en el cuidado de su madre Justina. 
A sus 50 años, era demasiado tarde para que Consuelo encontrara una pareja y se casara, y no quedarse sola como finalmente ocurrió a pesar de su deseo.
Los años fueron implacables con ella. Su padre falleció mucho antes que su madre. Los recuerdos sobre él son dispersos y tampoco hace por pegar los retazos de memoria de aquéllos años en los que la felicidad se le escamoteó para siempre.
En la casa que habita, también el tiempo envejeció en las paredes y desentona con el resto de las viviendas remozadas que fueron edificadas en el viejo San Juan Bautista.
En la parte frontal de su casa conserva lo que le queda de una miscelánea. Los anaqueles están vacíos.
En un pequeño aparador están unas muñequitas de plástico desvencijadas, una bolsa descolorida, algunos lápices y sacapuntas, platos amarillos que fueron blancos.
Consuelo levanta la cortina de hierro todos los días, como si fuera la miscelánea surtida que la gente de la colonia espera para comprar el mandado del día.
Actúa sin detenerse a pensar en lo que ya no es. Hay un afán en ella de gastarse las horas. Barre el interior de la tienda y la banqueta. Luego hace lo mismo en el resto de la casa que quedó destrozada por la inundación del 2007. Como pudo, rehabilitó su vivienda, pero no ha sido lo mismo: la humedad y las tejas rotas le preocupan. El cielo nublado la pone nerviosa y en ocasiones llora de preocupación.
A Consuelo la inundación le quitó su único sustento. Nunca recibió los diez mil pesos de apoyo que ofreció el gobierno federal a los que resultaron afectados en sus negocios.
Quien la ve no adivina su calvario cotidiano. Su delgadez es involuntaria. Come cuando tiene. Algunas vecinas la llaman, a veces, para ofrecerle un plato de comida o le regalan un pollo que Consuelo logra que le dure varios días o una semana. Hay ocasiones en las que las tres comidas del día son pan de sal y agua simple.
Cuando las cortinas de la miscelánea no han sido levantadas, es que está enferma, anda consiguiendo comida en el Centro o se fue a la marcha o plantón con los braceros que siguen demandando el pago por los años de trabajo en los Estados Unidos.
Consuelo ha puesto todo su empeño y fe en que le paguen el dinero que su padre, ex bracero, ya no puede reclamar y entonces tenga lo suficiente para surtir y reactivar la tienda vacía.
Los transeúntes que pasan por el local son muchos y es inevitable que dejen de verla.
Ahí está Consuelo. Sentada. Mirando sin mirar. A veces alguien se detiene para preguntarle si vende refrescos o el nombre de alguna de las calles en las que jugó de niña.
A las 6 de la tarde, sin vender nada, ni un solo peso, baja la cortina de la miscelánea.
Una hora más y Consuelo se sentirá viva. Ni un solo día desde que inició transmisiones se pierde su novela favorita del Canal de las Estrellas: “La Fuerza del Destino”.
Es cuando su casa se llena de voces. El sonido de la televisión devorando al silencio.
 El momento más triste le llega con la conclusión del último capítulo de la noche.
Consuelo desconecta el televisor. A falta de leche, toma agua y le da dos o tres mordidas a la pieza de pan.
Apaga las luces y se tapa con su delgada sábana. Otra vez el silencio la enguye.
            Mañana, cuando despierte, se levantará mecánicamente de un solo esfuerzo. Jalará la silla para sentarse y contemplará la cama en la que murió su madre Justina...