LA FRONTERA DEL DESEO
VICTOR ULÍN
-¡No me hagas daño!- suplicó.
El ruego de María no hizo más que excitarlo. El tipo le ordenó que se desvistiera.
Ella se despojó de la última prenda sin levantar la vista para no ver el rostro que conocía y la mirada lasciva que la seguía a diario cuando caminaba rumbo a la miscelánea, como en esta noche.
La empujó entre los matorrales de la casa abandonada, a solo dos cuadras de la de sus padres.
-¡Ponte de rodillas!- le ordenó.
Solo fue el principio de lo que a María le duele recordar todavía. Prefiere pensar en Saraí.
***
María se enamoró de Moisés. Después de seis meses de cortejo para darle el sí, estaba segura de que era un hombre de bien. De los que aman hasta la locura y más allá. Que el desenlace final del noviazgo tenía que ser el matrimonio y una familia como la de sus padres: vestida de blanco, con pajecitos, entrando a la iglesia y prometiéndose mutuamente ante el sacerdote que sola la muerte los separaría.
Cómo dudarlo. En los seis meses, Moisés la trató como solo puede hacerlo quien está enamorado y deseoso de compartir su vida para abandonar la soledad y multiplicar la especie en el nombre de Dios: llamadas constantes, obsequios, rosas, halagos, besos y despedidas en la puerta de la casa, como solo hacen los novios.
La tarde que Moisés fue con sus padres a pedir la mano, María lloró el resto del día de emoción.
En los últimos meses antes de que se formalizara la relación, logró librar la insistencia de Moisés para que aceptara la invitación de quedarse en su departamento. Pensó que la estaba probando. Que si se accedía quedarse habría pensado que era una cualquiera y nada la diferenciaría de las muchachas de la ciudad.
***
María conoció a Saraí en una fiesta de una amiga en común. Llegó sola, sin Moisés, que había pretextado cansancio y dolor de cabeza. Lo venía haciendo con frecuencia.
La amiga las presentó y pasaron, inseparables, la noche y madrugada platicando. Saraí y María volverían a verse. La indiferencia de Moisés multiplicó los encuentros.
A finales del primer año de su matrimonio, la rígida relación entre Moisés y María perfilaba el ocaso.
Los silencios prolongados en casa eran gritos en el corazón de María. Y la distancia en la cama por la noche un suplicio que ningún cuerpo puede tolerar tanto tiempo.
Saraí empezó a visitarla por las mañanas, cuando Moisés estaba en el trabajo. María la atendía como suelen hacerlo las amigas que comparten tragedias y penas.
Atenta, Saraí la escuchaba. En esos pasajes de dolor, la abrazada y le acariciaba el cabello. Le pedía tener fe.
Nada sucedió. Al contrario. Ayer que Moisés llegó ebrio la molió a golpes y la violó varias veces.
A la mañana siguiente, María esperó a que saliera de casa para levantarse y hablarle a Saraí. En media hora llegó. María, al verla, la abrazó y lloró hasta vaciarse de impotencia.
Ambas se sentaron sobre la cama. Los cuerpos, sincronizados, cayeron juntos. Una encima de la otra. Dominó el peso de Saraí. Un beso hondo le ahogó el placer a María.
Con la destreza de una hechicera que conoce su embrujo, Saraí la despojó de la bata holgada, transparente, que la vestía por las noches. Cruzó la frontera del deseo.
A María se le humedeció el corazón.
***
Al llegar a casa, Moisés encontró en la mesa una breve carta de Saraí.
-Te dejo. No me busques. No volveré. No lo entenderías, pero hay amores que se liberan con el dolor.
María había decidido vivir con Saraí. Los hombres de su vida solo le habían torcido sus emociones y cegado el corazón. En su adolescencia, el vecino, el amigo de la familia, la había violado en un caserón abandonado aquélla noche; y Moisés, su esposo, no hizo más que multiplicarle el sufrimiento .
Saraí fue siempre su destino. Lo supo desde el primer día que la besó en la mejilla y rosaron sus pechos.