ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















jueves, 14 de julio de 2011

María Magdalena
VICTOR ULIN
-El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra- citas en silencio la frase bíblica de Jesús cuando rescató a María Magdalena de una muerte inminente a pedradas en las calles de Jerusalén.
El tuyo, con Federico, es un pecado menor que seguramente te será perdonado el domingo cuando vayas a misa de 12 con tus padres, y te confieses con el Obispo en la Catedral  y en penitencia te pida rezar, de rodillas y de frente al altar mayor, diez aves marías y 20 padres nuestros.
Buscas culpables en el pasado y encuentras a Pedro, tu padre.
-Tú te mereces  algo mejor. Eres una mujer hermosa que puede elegir y casarse con alguien que valga la pena –te dijo tu padre cuando supo que clandestinamente frecuentabas desde hace dos años a Jaime –ignoró todo el tiempo que eran amantes-, un joven profesionistas recién egresado de la carrera en Derecho que empezaba a labrarse  su propio camino y que se enamoró de ti desde el primer día que coincidieron en una de tantas clases que cursaron durante su formación en la universidad.
Unos meses más tarde seguiste el consejo de tu padre que ofreció duplicar sus oraciones nocturnas si Dios le concedía que dejaras de ver a Jaime que “es un don nadie que no tiene en qué caerse muerto”.
Tu explicación a Jaime el día que le pediste verlo para consumar la petición de fe de tu padre fue muy simple, pero demoledora para su corazón y aspiraciones futuras contigo: en un año más, con un empleo consolidado, su casa y automóvil, tenía pensado pedirte matrimonio.
-Se me acabó el amor- le afirmaste a Jaime convencida de que estabas haciendo lo correcto y no paraste de repetirle que “eres un buen hombre y no tardarás mucho en encontrarte una mujer que sí te merezca”.
La insistencia de Jaime para regresar y los encuentros esporádicos que sostuvieron  -y que  evidenciaron la duda de tu decisión- no doblegaron tu arrepentimiento para retractarte de haberlo terminado.
Jamás volviste a verle. Lo último que sabes es que Jaime se fue de la ciudad para tratar de olvidarte porque desde el año en que decidiste abandonarlo no hubo cantina en la que no pronunciara tu nombre.

La predicción de tu padre nunca se cumplió. Sus plegarias no dieron resultados. A tus 35 años estás arrepentida de haberle hecho caso y renunciar al amor incondicional de Jaime que hoy quien sabe dónde está.
A los 33 años que conociste a Daniel,  tu soltería era ya una cuestión de orgullo y prejuicio que necesitabas superar para frenar las murmuraciones por tu presunto lesbianismo y borrar el mote de “quedada”.
Tu sorpresiva boda con  Daniel fue consecuencia de tu desesperación. Por tu soltería, para tus padres era menos doloroso verte casada con cualquiera que soportar el qué dirán de los vecinos y familiares cercanos.
Tu padre atestiguó el fracaso de su consejo para excluir a Jaime de tu vida hace casi siete años: te casaste con Daniel, un estudiante trunco de preparatoria, divorciado, con hijos, inculto, empleado en una empresa departamental que conociste en uno de tantos días que fuiste de compras por tus cremas faciales.
Para tu enlace matrimonial tus padres gastaron sus ahorros y no escatimaron en festejar en grande ni en pagarte la luna de miel en Playa del Carmen, Quintana Roo. Ni uno solo de tus vecinos faltó a la majestuosa y suntuosa fiesta celebrada en el Hotel Camino Real.
Pasada la euforia, los problemas llegaron en el primer año de casados. Lo que a Daniel le queda del sueldo que cobra quincenalmente como empleado en la tienda comercial -restando la pensión de sus hijos de su primer  matrimonio y lo que tu ganas en la empresa de Marketing en la que  laboras- no alcanza  para vivir como tus padres y tú misma habías deseado: cómodamente y sin apuros.
Tu presunto desapego al materialismo del que alardeas no asistiendo a las ventas nocturnas de Liverpool o Fábricas de Francia no fue suficiente para, pacientemente, tolerar las carencias con Daniel al que prácticamente mantienes con tu salario mensual.
Muchas veces, en las  noches, cuando sales al corredor a fumarte un cigarrillo (habías dejado de hacerlo desde la universidad, pero a partir que te casaste volviste al vicio para calmarte los nervios y relajarte de tanto estrés) te preguntas por qué te casaste con Daniel: es tan aburrido, sin temas de qué platicar, sin aspiraciones. La única respuesta sensata es que ya “te estabas quedando” cuando lo conociste, tenías la presión de todos encima y Daniel “no era mal parecido” y tus padres, como sucedió, le dieron el visto bueno sin mayores exigencias sobre su condición: daba igual quién era o qué hacía.
Hoy confirmas que el presunto amor que le tienes a Daniel es tan falso como para no continuar tu relación clandestina y extramarital con Federico, el dueño de la empresa de Marketing en la que trabajas.
Con el aumento de sueldo y lo que Federico te da cada que se ven en su departamento, has pagado tus deudas en el banco y con las agiotistas del fraccionamiento, y te alcanza para llevarle obsequios a tus padres los domingos cuando vas de visita con Daniel y juntos, en familia, a misa de doce.

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