¡Eres una puta!
VICTOR ULIN
-¡Eres una puta! -es lo primero que a bote pronto le sale a tu madre de las entrañas. Ni dejó que acabaras de contarle los detalles de lo que te está pasando... y matando.
Qué diferencia de la primera vez: lloraron juntas de contenta cuando le diste la noticia.
Lo sucedido en aquélla ocasión fue una “piedra en el camino” con la que todos tropezamos –te dijo para consolarte y mitigar su culpa por lo que te había ocurrido- y tu no fuiste la excepción. Tu madre te ofreció su hombro y ambas superaron lo sucedido.
Hoy tiemblas de miedo. Una experiencia más –piensas- no es suficiente para agarrar valor.
Habías decidido confesarle después de días de cavilación. Sabías el riesgo, lo que te diría apenas oyera tu historia y te reprochara que no tengas remedio, que no escarmentaste con Julio. Te proyectaste en esta escena tantas veces que estuviste apunto de arrepentirte, escapar de casa y dejarle mejor una carta sobre tu cama. Es lo que algunas de tus amigas habían hecho cuando no tuvieron el valor de enfrentar a sus padres y decirles la verdad, pero luego regresaban a pedirles perdón.
En la víspera, antes de hablar con ella, tuviste pesadillas. En todas, te veías sucia, de rodillas en la inmensidad de un desierto y siendo devorada por el sol y los animales. Despertaste una decena de veces pronunciando el nombre de Gilberto, tu novio.
A tu madre, Gilberto le gustó para que fuera tu esposo.
-Ya es tiempo de que sientes cabeza- te sugirió después de que lo llevaste a casa y se lo presentaste. Se guardaba el reclamo de Julio que revoloteaba en su testa: “El cabrón que te desgració la vida”.
El consejo de tu madre fue para ti una orden explícita. Gilberto te gustaba y te parecía un buen hombre. Qué más daba dar el “sí” cuando te pidió que fueras su pareja.
Cuando le anunciaste a tu madre que Gilberto formaba parte de la familia te felicitó y te dijo, -lo recuerdas muy bien-, “no me falles que ahora sí quiero verte como Dios manda, casada y feliz”.
-¿Qué estúpida fui? – te insultaste después, maldiciendo cada instante compartido con Gilberto.
A Gilberto le bastaron dos meses para ponerte el mundo a tus pies. Recurrió a la estrategia común de enamoramiento que de tanto repetirse es ya infalible: el ramo de rosas, los chocolates, los globos, la serenata, los pequeños detalles, la promesa de hacerte “la mujer más feliz de la tierra”, que serías su esposa por las de la ley y madre de sus hijos.
Nunca notaste -¡si serás pendeja!- te reclamaría tu madre cuando le contaste- que Gilberto estaba recorriendo contigo el mismo camino que Julio hace tres años.
Gilberto se ganó pronto la confianza de tu madre, y la tuya. Que faltaras a dormir los fines de semana o que salieras de vacaciones con él, era de lo más normal.
Lo único que les faltaba era poner fecha para la boda y decirle al padre “sí acepto”.
No reparaste en nada con Gilberto. Las vacaciones que pasaron juntos se convirtieron en verdaderas cruzadas de sexo que se prolongaban los días y las noches. El amor lo dejaban para los paseos tomados de la mano y las fotos en pareja.
Gilberto cambió a partir de que regresaron de su último viaje de San Cristóbal.
Ni una llamada desde la despedida. Tampoco contestaba las tuyas. Por orgullo, esperarías a que fuese a visitarte para perdonarlo. Te empezaste a preocupar al mes de su ausencia.
Lo buscaste en su casa sin encontrarlo. Había partido al Distrito Federal sin avisarle a nadie. El mundo se te vino encima.
Tu madre dejó de creer la versión de que Gilberto ya no las frecuentaba porque estaba muy ocupado en su trabajo.
Tú también no podías seguir simulando por más días. Tarde o temprano se daría cuenta.
A la mañana siguiente del último sueño y de tu más reciente pesadilla (aparecía Julio burlándose de ti y corriendo desnudo por encima del mar hasta perderse), sorprendiste a tu madre en su habitación. Los dientes te tiritaban y las piernas se te engarrotaron.
Sin preámbulos, le pediste que escuchara, que tenías algo importante que decirle. Exhalaste hondamente para articular la declaración demoleradora, y reducir los latidos de tu vientre.
-Volvió a pasar. Se repitió la historia. Estoy embarazada, y él me abandonó- soltaste en pleno amanecer.
-¿Qué? ¿Qué dices? –preguntó, incrédula, tu madre.
-¡Estoy embarazada!
-¡Eres una puta!...
-Perdóname mamá...
-¿Y ahora qué harás con dos hijos? ¿Qué hombre va a querer casarte contigo...?
Las dos lloraron. Esta vez no hubo abrazos. Ni celebraciones. El fracaso era compartido.
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