ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















domingo, 8 de mayo de 2011

Ella, Ricardo y La Paulina



VICTOR ULIN

Elegiste el Día de las Madres para casarte con Ricardo. Era el regalo que también querías darle a tu madre en su día para celebrarla. Fuiste, sin ser la menor, su consentida de entre cuatro hermanos.
El vestido sería blanco, con una cola –decías- que “llegara hasta la entrada del cielo”.
Tendrías dos hijos. Una niña y un niño. A él le pondrías el nombre de Ricardo. A ella, el de tu madre Josefina.
Después de tres años de noviazgo no podías aplazar la boda que habías imaginado desde aquél  día que le dijiste a tu madre, apuntando el aparador de cristal claro que protegía el vestido de boda en uno de los locales céntricos, que te casarías de blanco y que llegarías virgen al altar.
Lo cumpliste. Por ti no quedó. Estuviste a punto de ser la primer mujer de tu familia que se casaba de blanco y virgen. Hubieses sido la envidia de tus hermanas, primas y vecinas. El padre de la Iglesia no se cansaría de ponerte de ejemplo. Una mujer virgen en estos tiempos es, para tu religión, una auténtica reliquia.
Para tu madre serías el sueño consumado que nunca pudo alcanzar con tu padre.
Tu madre piensa que es algo que le puede pasar a cualquiera. Que no es para que estés gritando que te quieres morir. Que te quieres matar para no sufrir más.
            Si supiera tu madre que no fue el hecho de que anduviera con otra mujer la que te tiene postrada en la cama, sin comer, sin querer ver a nadie ni salir a ninguna parte desde hace dos semanas, “porque no puede ser cierto lo que me hizo el maldito”.
            Te sientes un remedo de mujer. En la colonia eres el tema de nunca acabar. Están esperando la hora de que salgas de casa para murmurar a tu paso. Así es el barrio. Pueden pasar meses y dejan de hablar de uno de repente, cuando las lengua se les cansa o se compadecen porque observan como el dolor te aniquila.
            Tratas, por momentos, de justificarlo. De culparte por lo que sucedió.
-¿Por qué diablos no dejé que me hiciera el amor? – dices, y recuerdas como Ricardo, cuando cumplieron el primer año de estar juntos, te pidió la prueba de amor que todo chica -de barrio o no- sabe que tarde o temprano tiene que darle a su novio. Es la ley no escrita.
Muchas veces lo dejaste tirado en la cama, semidesnudo. No te conmovía verlo entrar derrotado al baño a concluir lo que tu habías iniciado. El entusiasmo de los besos y las caricias le presagiaban un final que no esperaba, pero que intentaba animoso: tenía fe que el día menos pensado le permitieras bajar por completo tu falda y besarte la entrepierna. Meterse en ti. Redimirlo como novio y hombre.
Todavía hoy que te habla a casa le dice a tu madre, antes de colgarle, que te ama.
-¿No fue entonces mi resistencia lo que ahora lo tiene en brazos de otro?- reflexionabas.
La idea de regresar con él te da asco. El amor que sientes todavía no podría superar lo que descubriste. En otra circunstancia quizá volverías a perdonarlo, como cuando novios se peleaban por celos mutuos o por cualquier cosa.
Deseas no haberlo conocido nunca. Ni mucho menos habértelo encontrado en el antro esa noche. Ni uno de los dos sabía que iría el otro. Tú querías ir con tus amigas y experimentar la sensación de estar en un antro donde el sexo se mimetiza.
Cuando divisaste un parecido, dudaste que fuese él. Estaba de perfil, acompañado de una presunta mujer.
Te acercaste justo en el momento en que sus labios, sus lenguas, se juntaban, revolvían, y sus manos recorrían mutuamente los costados de sus piernas y nalgas.
-¡Ricardo!- Le gritaste. Te diste la vuelta y saliste del antro sin detenerte a su llamado.
Es inexplicable lo que sentiste. Saber que tu hombre estaba con otro, La Paulina, no es cualquier cosa.
Al día siguiente fue a tu casa. Para entonces estabas inconsolable, llorando.
Lo recibiste. Incrédula. Encabronada. Lo golpeaste en el pecho. Lloraste. Gritaste. Lo llamaste “maldito maricón”.
No le creíste cuando te dijo que te amaba. Que lo que viste no es lo que tú crees. Que eres la mujer de su vida. Que le dieras una segunda oportunidad. Que no ocurriría otra vez. Lloró, pero no te conmovieron sus lágrimas. Al contrario, lo detestaste más.
 -¡Vete desgraciado!- fue lo último que se llevó de ti.

Dos meses después confirmarías que tomaste la decisión correcta. El día que coincidiste en el súper con él, andaba de compras con quien lo encontraste aquella noche. No te sostuvo la mirada.  Ella, La Paulina, lo besó en tu presencia. Marcó su territorio. Te hiciste la fuerte. Pero tu corazón se ahogó de llanto. Había sido el amor de tu vida.

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