Mi último amor…
VICTOR ULIN
De que fuiste su primer amor no te queda la menor duda. Cuando le conociste no sabía ni besar: te mordía los labios y metía su lengua con tal violencia que te ahogaba con su saliva en tu propia garganta.
Aprendió con tus enseñanzas que la sexualidad estaba en la actitud y la disposición de aprendizaje sin prejuicios.
Aprendió con tus enseñanzas que la sexualidad estaba en la actitud y la disposición de aprendizaje sin prejuicios.
En dos años fuiste partícipe de su metamorfosis y te sentías orgulloso de lo que habías logrado: no querías desprenderte de sus labios ni de su cuerpo un instante.
Empezaste a creer en Dios y en ti mismo a partir de que la conociste. Te cambió. Tomaste su aparición como una segunda oportunidad y quizá la última que fueses a tener en lo que pueda quedarte de vida.
Es lo mejor que te pudo haber pasado en los últimos años después de tu último divorcio que casi te mata.
Qué importa que ahora seas la sombra de lo que fuiste hace una semana cuando ni por la mente te pasaba que pudiera suceder lo que tarde o temprano ocurriría: que dejara de frecuentarte sin motivo aparente.
Hoy, no puedes más, decidiste quedarte en casa y reportarte enfermo al trabajo en el que, de hecho, están esperando tu jubilación como buitres.
No quieres que tu dolor se vuelva el festín de tus compañeros de la empresa ni de tus amigos, los pocos que te quedan. Nadie creería o tomaría en serio si le dijeras que te está llevando la chingada por amor.
Lo de quedarte en casa es solo una excusa. La verdad es que ya no deseas levantarte de la cama y, apropósito, dejarás que el tiempo se encargue de ti en cuestión de días si continúas sin comer ni atenderte.
En el silencio rascas en las paredes el sonido de su voz y cierras los ojos para escucharla y verla.
La primera vez que te acompañó a tu casa estaba temblorosa. Sudaba. Una semana después tenía sus propias llaves y sabía exactamente la hora en la que llegabas del trabajo. La casa lucía impecable.
Desde que abrías la puerta y notabas el brillo del comedor sabías que estaba esperándote en la recámara.
Al principio los encuentros fueron solo escarceos y un pueril prejuicio estuvo a punto de impedir que sucediera lo que anhelas ahora y por lo que estarías dispuesto a sufrir – y morir- si fuese necesario.
Era un regalo de Dios. No pudiste darle otra explicación cuando amanecía contigo o pasaban encerrados toda la semana sin darse respiro corporal. Fueron muchos días, meses, dos años.
Nada como el primer día. En esta misma cama. Sobre la memoria de estas mismas sábanas que la echan de menos.
No dijo nada. Nadie dijo nada. Tus manos ofrecieron su mejor repertorio ese día. Ella cerró los ojos simplemente.
Le desprendiste la ropa con la maestría del mejor mago. Fue como una oruga saliendo de su capullo: un abdomen largo, liso, una espalda arqueada, dos volcanes finamente pronunciados, redondos, desafiantes…
Atravesaste su limbo y te sentiste un Dios. Imparable. Imbatible. Con la fuerza de veinte mil guerreros.
Cuanto te confesó llorando que a sus 18 años tú eras el primer amor de su vida, contuviste el llanto y la abrazaste.
Te sentías tan seguro que no te pareció raro que faltara a casa dos días o que no te llamara por teléfono.
Una semana de ausencia y estás al borde de la locura. No responde a tus llamadas. Nunca la acompañaste a su casa. Ni supiste quiénes eran sus amigos o el chavo que hacía semanas la cortejaba.
A tus 70 años de edad, sabes que Selene se ha ido, que no volverá. Que ya es el último amor de tu vida.
La lloras…