Mi segunda vez
VICTOR ULIN
Solo hasta ahora te das cuenta de lo que eres capaz por un hombre. No es un capricho como dice la gente que únicamente conoce de ti lo que las apariencias especulan.
Nada que ver con Juan, tu primer novio. Comparado con Miguel, lo de Juan fue una prueba piloto: del ensayo y el error nunca pasaron las veces que hicieron el amor.
Lo que descubriste con Miguel estás dispuesta a defenderlo y harás lo imposible por retenerlo. Lo que cueste.
Miguel. Su nombre dejó de sonarte igual desde que empezaste a pronunciarlo con tu boca.
Le conociste en la clase de literatura: Pablo Neruda fue el cupido que los flechó desde que compartieron su gusto por sus 20 poemas de Amor y Una Canción Desesperada.
De los mensajes por el celular pasaron a la charla en el café. Elegiste salir con el que menos te había insistido: el resto de tus pretendientes agotaron las florerías y las dulcerías para persuadirte.
Cansados de esperar el “sí” para que aceptaras, más de uno te calificó de caprichosa.
Estabas destinada para Miguel. La diferencia de edades fue un atractivo más a su favor.
Los encuentros entre ambos aumentaron. Las preguntas de qué somos y adónde queremos llegar no fueron necesarias.
Los besos y las caricias públicas urgían la clandestinidad para multiplicarse entre sus cuerpos.
La primera vez que sucedió el silencio fue deliberado. El acuerdo tácito. Miguel condujo el vehículo hasta el cuarto anónimo que acumula las culpas y libera las almas prisioneras. Pagó por ocho horas.
La cama era amplia. Las sábanas blancas. Las almohadas anchas y abarcadoras.
Lo primero que hiciste fue echarte de bruces como cuando con Juan en su departamento.
Miguel no esperó a que voltearas para quedarle de frente. Tampoco lo intentaste. Esperaste a sentir la bravura de sus manos sobre tus piernas blancas y suaves.
Tu vientre, liso y delgado, se hundió entre las sábanas y el colchón. Tus glúteos apuntaban a él.
Ni sentiste cuando Miguel cambió tu piel. Sus labios barrieron con las huellas de Juan.
También tú le hiciste lo que nunca a nadie, ni a Juan: te mudaste a la piel de Miguel.
La Bety reprimida que conociste se había ido: ahora estabas vaciando tu boca en su pecho, en su cintura... en su origen que también es el tuyo, y el de todos los que somos.
El volvía a ti. A ellas que lo aguardaban enhiestas en su pecho. Solícitas. Su lengua era audaz.
La humedad la inundaba. Los poros saciados de sed se le desparramaban exhaustos.
Bety, conquistada, gritó el nombre de Miguel desde la profundidad de su garganta.
Le pidió que se quedara en su piel. Que cincelara sus huellas sobre su espalda con los dos puños. Que le prometiera que serías su única amante. Que las noches serían solo suyas y no para la esposa que lo esperaba en casa con tres hijos.
Pensó que nada que ver con Juan: que el amor es carne antes que corazón...
-Fuiste el segundo hombre con el que hice el amor, y el tercero con el que me acosté- le escribió a Miguel en el mensaje de celular que le mandó unos minutos después de que se despidió de ella en la esquina de su casa, donde vive con sus padres.
El mensaje se quedó sin respuesta. Al día siguiente, Bety se gastó el crédito de una semana en media hora en el envío de otros tantos mensajes tan comunes (¡hola, cómo amaneciste!...Te extraño!...!Quiero verte hoy! Quiero que estemos juntos!...).
No estaba en los planes de Miguel continuar con Bety, la mujer más deseada de la escuela.
Le preocupaba, sí, que Bety cumpliera la amenaza de su último mensaje: “De mí no te vas a burlar ni a librar fácilmente cabrón, antes muerta que tu pendeja...!Te lo juro!”
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