ESPEJO CITADINO, originalmente, nació como columna cuando trabajaba como reportero en el periódico México Hoy en 1999. En ese entonces contaba historias de personajes y situaciones de la vida citadina de la capital del país. Después, de regreso en Tabasco, empecé a publicar en el periódico La Verdad del Sureste. Desde el 2007 dejé de hacerlo y hoy, cuatro años después, he vuelto a publicar el Espejo Citadino en el Semanario La Chispa.Cada uno de sus comentarios serán tomados en cuenta para mejorar la aventura que hoy iniciamos y que compartiresmos cada ocho días con ustedes también desde este espacio. Gracias















lunes, 25 de julio de 2011

El marido de Lola


Víctor Ulín

A Luis le avisaste que irías a casa de Marta, tu mejor amiga, para consolarla, y que probablemente llegarías muy cansada en la madrugada:

-Ayer, cuando venía a su casa, la pobre de Marta vio como Fernando, su esposo, salía de un motel acompañada de su amante. No sabes qué destrozada está y no para de lloriquear; se quiere morir- le inventaste a Luis, sin el mínimo asomo de remordimiento.

-Si mi amor, no te preocupes. Aquí te estaré esperando- es la repuesta que Luis repetía cuando el origen de tu ausencia deliberada era cualquier otra aparente razón que implicara varias horas o días: una junta que se presentó de improviso, el cumpleaños de un amigo del trabajo que celebrarían en un antro, la falta de alguien a quien había que reemplazar hoy mismo en la empresa o de plano un viaje que no podías aplazar.

***
-Me cuesta tanto ser yo-  musitas cuando lamentas despedirte quedito de Rubén que prefiere seguir durmiendo y no  acompañarte al carro que dejaste  en el estacionamiento del departamento en el que suelen verse regularmente desde hace un año, cuando tuvieron su primer encuentro.
-A mi esposo no lo dejo, es tan buena gente y me quiere mucho- le decías a Rubén cuando asomaba su intención de que te fueras a vivir con él, o atisbaba alguna escena de celos propia del macho mexicano que le latía dentro.

***
Te gusta, en casa, ser la reina de Luis. Te sorprende, siempre, con algún detalle cuando llegas a la hora que quieres: solo le avisas, sin pedirle permiso o su autorización, para cumplir la formalidad que las reglas sociales del maridaje imponen y darle su lugar como jefe de la casa.
Tus padres y suegros son los más felices de que se hayan casado: tienen a los hijos perfectos que integran un matrimonio ejemplar.

***


-¿Me compartirías con otro hombre?- le preguntaste temerariamente a Luis una noche mientras observaba en la televisión la repetición del partido de fútbol que había visto por la tarde  en compañía de unos amigos.

-¿Por qué me preguntas eso? ¿Cómo crees? Eres el amor de  mi vida. La mujer con la que quiero vivir el resto de  mis días. La madre de mis hijos. Sin ti, te juro que me muero de tristeza- le respondió Luis, tembloroso, distrayendo su atención de la televisión en la que solía embelesarse apenas tomaba el control para repasar los canales deportivos.
Pensativa, caías en la cuenta de que Luis, pese a sus deficiencias y a no ser el marido que soñabas antes de casarte, era un buen hombre: llegaba puntual a la casa, te entregaba el sobre completo de la quincena y procuraba mantenerte contenta dándote gusto comprándote el vestido y los zapatos que quisieras de los aparadores.
El distanciamiento llegaba por las noches. Hacer el amor con Luis era una hazaña. Atraer su atención implicaba un acto de auténtico malabarismo en la cama.  El baby doll que usabas y modelabas discretamente para despertar su interés les eran indiferentes. Había noches en las que solo te daba un beso en la frente y te abrazaba para quedarse dormido minutos después, y tú con las ganas de sentirte mujer.
En tu día de suerte con Luis, te encabronaba que terminara antes que tu.  Te quedabas callada y deseosa que a tu lado estuviera Rubén.
***
A Rubén le daba igual que fuese de día o noche. Bastaba con llegar a su departamento. El sonido del timbre era el preludio de lo que les esperaba.
El recibimiento, violento, te excitaba. La fuerza de sus dedos metidos en tu caballera te anunciaban lo que venía: el tintineo de sus bocas, las caricias intrusas, las palabras obscenas que le pedías repetirte quedito al oído.
Con sus pausas en el baby doll, la magia de Rubén te desnudaba. Sus mordiscos, rudos, te alejaban de la delicadeza de Luis.
A Rubén le pedías que estando en su casa te llamara Lola. Nunca le explicaste. Tu nombre de pila, Adriana, lo reservabas para Luis.
En la madrugada, clandestina, abandonabas la cama y la habitación de Rubén.
-Nos vemos amor, te busco en la semana- le decías sin esperar respuesta.
En el celular, las llamadas y los mensajes de Luis te apresuraban:
-No llegues tan tarde cariño. Espero que Marta se encuentre bien. Si llegas y ya no estoy, te dejaré tu desayuno en el refrigerador. Nos vemos en la noche. Te prometo que esta noche no veré la televisión…

jueves, 14 de julio de 2011

María Magdalena
VICTOR ULIN
-El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra- citas en silencio la frase bíblica de Jesús cuando rescató a María Magdalena de una muerte inminente a pedradas en las calles de Jerusalén.
El tuyo, con Federico, es un pecado menor que seguramente te será perdonado el domingo cuando vayas a misa de 12 con tus padres, y te confieses con el Obispo en la Catedral  y en penitencia te pida rezar, de rodillas y de frente al altar mayor, diez aves marías y 20 padres nuestros.
Buscas culpables en el pasado y encuentras a Pedro, tu padre.
-Tú te mereces  algo mejor. Eres una mujer hermosa que puede elegir y casarse con alguien que valga la pena –te dijo tu padre cuando supo que clandestinamente frecuentabas desde hace dos años a Jaime –ignoró todo el tiempo que eran amantes-, un joven profesionistas recién egresado de la carrera en Derecho que empezaba a labrarse  su propio camino y que se enamoró de ti desde el primer día que coincidieron en una de tantas clases que cursaron durante su formación en la universidad.
Unos meses más tarde seguiste el consejo de tu padre que ofreció duplicar sus oraciones nocturnas si Dios le concedía que dejaras de ver a Jaime que “es un don nadie que no tiene en qué caerse muerto”.
Tu explicación a Jaime el día que le pediste verlo para consumar la petición de fe de tu padre fue muy simple, pero demoledora para su corazón y aspiraciones futuras contigo: en un año más, con un empleo consolidado, su casa y automóvil, tenía pensado pedirte matrimonio.
-Se me acabó el amor- le afirmaste a Jaime convencida de que estabas haciendo lo correcto y no paraste de repetirle que “eres un buen hombre y no tardarás mucho en encontrarte una mujer que sí te merezca”.
La insistencia de Jaime para regresar y los encuentros esporádicos que sostuvieron  -y que  evidenciaron la duda de tu decisión- no doblegaron tu arrepentimiento para retractarte de haberlo terminado.
Jamás volviste a verle. Lo último que sabes es que Jaime se fue de la ciudad para tratar de olvidarte porque desde el año en que decidiste abandonarlo no hubo cantina en la que no pronunciara tu nombre.

La predicción de tu padre nunca se cumplió. Sus plegarias no dieron resultados. A tus 35 años estás arrepentida de haberle hecho caso y renunciar al amor incondicional de Jaime que hoy quien sabe dónde está.
A los 33 años que conociste a Daniel,  tu soltería era ya una cuestión de orgullo y prejuicio que necesitabas superar para frenar las murmuraciones por tu presunto lesbianismo y borrar el mote de “quedada”.
Tu sorpresiva boda con  Daniel fue consecuencia de tu desesperación. Por tu soltería, para tus padres era menos doloroso verte casada con cualquiera que soportar el qué dirán de los vecinos y familiares cercanos.
Tu padre atestiguó el fracaso de su consejo para excluir a Jaime de tu vida hace casi siete años: te casaste con Daniel, un estudiante trunco de preparatoria, divorciado, con hijos, inculto, empleado en una empresa departamental que conociste en uno de tantos días que fuiste de compras por tus cremas faciales.
Para tu enlace matrimonial tus padres gastaron sus ahorros y no escatimaron en festejar en grande ni en pagarte la luna de miel en Playa del Carmen, Quintana Roo. Ni uno solo de tus vecinos faltó a la majestuosa y suntuosa fiesta celebrada en el Hotel Camino Real.
Pasada la euforia, los problemas llegaron en el primer año de casados. Lo que a Daniel le queda del sueldo que cobra quincenalmente como empleado en la tienda comercial -restando la pensión de sus hijos de su primer  matrimonio y lo que tu ganas en la empresa de Marketing en la que  laboras- no alcanza  para vivir como tus padres y tú misma habías deseado: cómodamente y sin apuros.
Tu presunto desapego al materialismo del que alardeas no asistiendo a las ventas nocturnas de Liverpool o Fábricas de Francia no fue suficiente para, pacientemente, tolerar las carencias con Daniel al que prácticamente mantienes con tu salario mensual.
Muchas veces, en las  noches, cuando sales al corredor a fumarte un cigarrillo (habías dejado de hacerlo desde la universidad, pero a partir que te casaste volviste al vicio para calmarte los nervios y relajarte de tanto estrés) te preguntas por qué te casaste con Daniel: es tan aburrido, sin temas de qué platicar, sin aspiraciones. La única respuesta sensata es que ya “te estabas quedando” cuando lo conociste, tenías la presión de todos encima y Daniel “no era mal parecido” y tus padres, como sucedió, le dieron el visto bueno sin mayores exigencias sobre su condición: daba igual quién era o qué hacía.
Hoy confirmas que el presunto amor que le tienes a Daniel es tan falso como para no continuar tu relación clandestina y extramarital con Federico, el dueño de la empresa de Marketing en la que trabajas.
Con el aumento de sueldo y lo que Federico te da cada que se ven en su departamento, has pagado tus deudas en el banco y con las agiotistas del fraccionamiento, y te alcanza para llevarle obsequios a tus padres los domingos cuando vas de visita con Daniel y juntos, en familia, a misa de doce.

miércoles, 29 de junio de 2011


Mi último amor…
VICTOR ULIN
De que fuiste su primer amor no te queda la menor duda. Cuando le conociste no sabía ni besar: te mordía los labios y metía su lengua con tal violencia que te ahogaba con su saliva en tu propia garganta.

Aprendió con tus enseñanzas que la sexualidad estaba en la actitud y la disposición de aprendizaje sin  prejuicios.
En dos años fuiste partícipe de su metamorfosis y te sentías orgulloso de lo que habías logrado: no querías desprenderte de sus labios ni de su cuerpo un instante.
Empezaste a creer en Dios y en ti mismo a partir de que la conociste. Te cambió. Tomaste su aparición como una segunda oportunidad y quizá la última que fueses a tener en lo que pueda quedarte de vida.
Es lo mejor que te pudo haber pasado en los últimos años después de tu último divorcio que casi te  mata.
Qué importa que ahora seas la sombra de lo que fuiste hace una semana cuando ni por la mente te pasaba que pudiera suceder lo que tarde o temprano ocurriría: que dejara de frecuentarte sin motivo aparente. 
Hoy, no puedes más, decidiste quedarte en casa y reportarte enfermo al trabajo en el que, de hecho, están esperando tu jubilación como buitres.
No quieres que tu dolor se vuelva el festín de tus compañeros de la empresa ni de tus amigos, los pocos que te quedan. Nadie creería o tomaría en serio si le dijeras que te está llevando la chingada por amor.
Lo de quedarte en casa es solo una excusa. La verdad es que ya no deseas levantarte de la cama y,  apropósito, dejarás que el tiempo se encargue de ti en cuestión de días si continúas sin comer ni atenderte.
En el silencio rascas en las paredes el sonido de su voz y cierras los ojos para escucharla y verla.
La primera vez que te acompañó a tu casa estaba temblorosa. Sudaba. Una semana después tenía sus propias llaves y sabía exactamente la hora en la que llegabas del trabajo. La casa lucía impecable.
Desde que abrías la puerta y notabas el brillo del comedor sabías que estaba esperándote en la recámara.
Al principio los encuentros fueron solo escarceos y un pueril prejuicio estuvo a punto de impedir que sucediera lo que anhelas ahora y por lo que estarías dispuesto a sufrir – y morir- si fuese necesario.
Era un regalo de Dios. No pudiste darle otra explicación cuando amanecía contigo o pasaban encerrados toda la semana sin darse respiro  corporal. Fueron muchos días, meses, dos años.
Nada como el primer día. En esta misma cama. Sobre la memoria de estas mismas sábanas que la echan de menos.
No dijo nada. Nadie dijo nada. Tus manos ofrecieron su mejor repertorio ese día. Ella cerró los ojos simplemente.
Le desprendiste la ropa con la maestría del mejor mago. Fue como una oruga saliendo de su capullo: un abdomen largo, liso, una espalda arqueada, dos volcanes finamente pronunciados, redondos,  desafiantes…
Atravesaste su limbo y te sentiste un Dios. Imparable. Imbatible. Con la fuerza de veinte mil guerreros.
Cuanto te confesó llorando que a sus 18 años tú eras el primer amor de su vida, contuviste el llanto y la abrazaste.
Te sentías tan seguro que no te pareció raro que faltara a casa dos días o que no te llamara por teléfono.
Una semana  de ausencia y estás al borde de la locura. No responde a tus llamadas. Nunca la acompañaste a su casa. Ni supiste quiénes eran sus amigos o el chavo que hacía semanas la cortejaba.
A tus 70 años de edad, sabes que Selene se ha ido, que no volverá. Que ya es el último amor de tu vida.
La lloras…

viernes, 24 de junio de 2011

SOY SOLTERA
VICTOR ULIN
La pantalla de la computadora te lo recuerda de inmediato. Fue el amor que se quedó huérfano en la alcoba durante las largas noches de mutua indiferencia.
Tuviste que tocar fondo para tomar la decisión que el prejuicio casi aborta: no es cualquier cosa renunciar al pasado y ser crucificada por las miradas y las palabras de los familiares y los amigos que cuando viven algo similar, se inventan viajes de placer o estancias en el extranjero para volver uno o dos años después del autoexilio.
¿Por qué tenías que ser la excepción? Eres tan ser humano como los que nos equivocamos no una, sino decenas de veces: incluso tropezando con la misma piedra.
Cuando lo viste por primera vez, reaccionaste instintivamente. ¿El destino? Quién para adivinar lo que sucedería dos años después de que te casaste con él en una fecha que jamás olvidarás, aun cuando intentes aniquilar su nombre de tu memoria: fue una fiesta majestuosa. Las páginas de sociales en los diarios reseñaron el evento con amplitud y la foto principal era la de los dos besándose frente a todos.
¡Qué feliz!. Es la foto que tienes en tus manos. La última que dudas en conservar, que tampoco quieres quemar ni tirar en el cesto de la basura. Te ves tan hermosa en la imagen: un vestido blando de seda finamente trazado para que luciera tu cintura perfecta y hombros adorablemente desnudos que embellecían tus pecas.
Eres bella. Cualquiera de los pretendientes que asistieron a tu boda desearon estar en el lugar del hombre al que amaste incondicionalmente como esposo.
Lo amaste. No hay otra manera de entender que lo hayas perdonado tantas veces. Que hayas locamente dicho “sí” cuando te prometió matrimonio para toda la vida y que te trataría como lo que en realidad siempre has sido, pese a él y con él: una princesa.
El terror vino posteriormente. Gritos en público fueron el preludio de los golpes en casa.
Con las amigas aprendiste a crear historias: desde caídas hasta golpes en la pared cuando caminabas a oscuras porque no querías despertarlo a él ni a tu hija.
Las 24 horas del día quería saber tu ubicación. Con quién salías, a dónde ibas. Cómo te vestías. A quién saludabas. Qué ropa interior portabas. Evitaste las minifaldas o los jeans ajustados contra tu voluntad: hacerlo enojar era lo que menos querías.
Una llamada sin responder y dabas por hecho lo que sucedería llegando a casa: una cachetada que dejaría calcado los dedos de sus manos en tus mejillas o patadas certeras en las piernas a propósito, para que no usaras faldas ni vestidos cortos.
-¡Eres una cualquiera...¿Dónde estabas? ¿Eh?!- gritaba cuando entrabas a casa, al tiempo que extendía y lanzaba su mano derecha para impactar tu rostro.
Las explicaciones sobraban. Lo provocabas más cuando le suplicabas que dejara de agredirte. Que la niña podría despertarse. ¡Que por favor no más golpes en la cara!...
En el cuarto, la violencia se prolongaba cuando te obligaba a desnudarte para probar la sombra de su hombría: abría, a fuerza, tus piernas, mordía tus pechos...
Tu único consuelo es que no podía tardar demasiado en ti. Lo notaste desde el día de tu luna de miel en el hotel de cinco estrellas que parecía un castillo de hadas, como lo soñaste cuando pensabas en cómo querías que fuese tu primera noche.
Valla realidad. Nada comparado con lo que habías imaginado ni fantaseado, ni mucho menos aprendido con tu último novio, al que llegaste extrañar y desear desde tu luna de miel y las noches en las que tu esposo solo se preocupaba por sí mismo.
Qué cara puso cuando le comentaste tu deseo, legítimo, de venirse los dos juntos.
Tu cuerpo se le impuso siempre. Qué cuerpo. Qué tesura. Qué piel. Tus labios. No hay metáfora que se acerque. Cualquier hombre se sembraría en ti infinitamente.
Nunca supo por dónde comenzar el muy estúpido. Bastaba con besar tus dedos, deslizarse sobre tus pantorrillas, piernas y prepararte para el vuelo que nunca llegó. Fuiste como un pájaro sin alas. Como una noche sin estrellas ni cielo. Como un día sin sol, o una primavera sin flores en los jardines, como un lago sin agua.
Resististe, estoica, hasta el día en que –¡qué carajos!- te comiste tu miedo. Lo denunciaste.
El divorcio fue más rápido de lo que te hizo creer para inhibirte. El muy cobarde desapareció: prefirió la clandestinidad y la huída.
Qué libertad la de ahora. Qué alegría. Qué ganas de encontrar al hombre que conquiste tu cuerpo. Que se ancle en tu mar. Que provoque huracanes y tsunamis.
Es lo que ahora deseas. Es lo que esperas que suceda cuando, en la página de tu facebook, cambies tu situación sentimental de casada por soltera. ¡Soltera!
Tu llanto es porque serás tú misma la que lo haga y no él. Ya no más responder a sus órdenes para escribir “casada” y en tu muro “te amo”...

miércoles, 8 de junio de 2011


Mi segunda vez

VICTOR ULIN

Solo hasta ahora te das cuenta de lo que eres capaz por un hombre. No es un capricho como dice la gente que únicamente conoce de ti lo que las apariencias especulan.

Nada que ver con Juan, tu primer novio. Comparado con Miguel, lo de Juan fue una prueba piloto: del ensayo y el error nunca pasaron las veces que hicieron el amor.

Lo que descubriste con Miguel estás dispuesta a defenderlo y harás lo imposible por retenerlo. Lo que cueste.

Miguel. Su nombre dejó de sonarte igual desde que empezaste a pronunciarlo con tu boca. 

Le conociste en la clase de literatura: Pablo Neruda fue el cupido que los flechó desde que compartieron su gusto por sus 20 poemas de Amor y Una Canción Desesperada.

De los mensajes por el celular pasaron a la charla en el café. Elegiste salir con el que menos te había insistido: el resto de tus pretendientes agotaron las florerías y las dulcerías para persuadirte.

Cansados de esperar el “sí” para que aceptaras, más de uno te calificó de caprichosa.

Estabas destinada para Miguel. La diferencia de edades fue un atractivo más a su favor.

Los encuentros entre ambos aumentaron. Las preguntas de qué somos y adónde queremos llegar no fueron necesarias.

Los besos y las caricias públicas urgían la clandestinidad para multiplicarse entre sus cuerpos.

La primera vez que sucedió el silencio fue deliberado. El acuerdo tácito. Miguel condujo el vehículo hasta el cuarto anónimo que acumula las culpas y libera las almas prisioneras. Pagó por ocho horas.

La cama era amplia. Las sábanas blancas. Las almohadas anchas y abarcadoras.

Lo primero que hiciste fue echarte de bruces como cuando con Juan en su departamento.

Miguel no esperó a que voltearas para quedarle de frente. Tampoco lo intentaste. Esperaste a sentir la bravura de sus manos sobre tus piernas blancas y suaves.

Tu vientre, liso y delgado, se hundió entre las sábanas y el colchón. Tus glúteos apuntaban a él.

Ni sentiste cuando Miguel cambió tu piel. Sus labios barrieron con las huellas de Juan.

También tú le hiciste lo que nunca a nadie, ni a Juan: te mudaste a la piel de Miguel.

La Bety reprimida que conociste se había ido: ahora estabas vaciando tu boca en su pecho, en su cintura... en su origen que también es el tuyo, y el de todos los que somos.

El volvía a ti. A ellas que lo aguardaban enhiestas en su pecho. Solícitas. Su lengua era audaz. 

La humedad la inundaba. Los poros saciados de sed se le desparramaban exhaustos.
Bety, conquistada, gritó el nombre de Miguel desde la profundidad de su garganta.
Le pidió que se quedara en su piel. Que cincelara sus huellas sobre su espalda con los dos puños. Que le prometiera que serías su única amante. Que las noches serían solo suyas y no para la esposa que lo esperaba en casa con tres hijos.
Pensó que nada que ver con Juan: que el amor es carne antes que corazón...
-Fuiste el segundo hombre con el que hice el amor, y el tercero con el que me acosté- le escribió a Miguel en el mensaje de celular que le mandó unos minutos después de que se despidió de ella en la esquina de su casa, donde vive con sus padres.
El mensaje se quedó sin respuesta. Al día siguiente, Bety se gastó el crédito de una semana en media hora en el envío de otros tantos mensajes tan comunes (¡hola, cómo amaneciste!...Te extraño!...!Quiero verte hoy! Quiero que estemos juntos!...).
No estaba en los planes de Miguel continuar con Bety, la mujer más deseada de la escuela.
Le preocupaba, sí, que Bety cumpliera la amenaza de su último mensaje: “De mí no te vas a burlar ni a librar fácilmente cabrón, antes muerta que tu pendeja...!Te lo juro!”



jueves, 2 de junio de 2011


La Fuerza del Destino

VICTOR ULIN

Consuelo no puede sostener el sueño y se levanta mecánicamente de un solo esfuerzo.
Lo primero que hace al ponerse de pie es jalar una silla de madera para sentarse y contemplar su cama. La recorre visualmente con ternura y se le escapa una sonrisa adolescente.
Como cada mañana, las lágrimas acuden en tropel a su encuentro y se suicidan en la frontera de sus ojos castaños que retienen todavía una pizca de su juventud.
Desde hace veinte años llora por las mañanas...
Su madre murió a los 80 años de edad. Fue hija única. Cuando se dio cuenta, Consuelo ya tenía la mitad de su vida consumida en el cuidado de su madre Justina. 
A sus 50 años, era demasiado tarde para que Consuelo encontrara una pareja y se casara, y no quedarse sola como finalmente ocurrió a pesar de su deseo.
Los años fueron implacables con ella. Su padre falleció mucho antes que su madre. Los recuerdos sobre él son dispersos y tampoco hace por pegar los retazos de memoria de aquéllos años en los que la felicidad se le escamoteó para siempre.
En la casa que habita, también el tiempo envejeció en las paredes y desentona con el resto de las viviendas remozadas que fueron edificadas en el viejo San Juan Bautista.
En la parte frontal de su casa conserva lo que le queda de una miscelánea. Los anaqueles están vacíos.
En un pequeño aparador están unas muñequitas de plástico desvencijadas, una bolsa descolorida, algunos lápices y sacapuntas, platos amarillos que fueron blancos.
Consuelo levanta la cortina de hierro todos los días, como si fuera la miscelánea surtida que la gente de la colonia espera para comprar el mandado del día.
Actúa sin detenerse a pensar en lo que ya no es. Hay un afán en ella de gastarse las horas. Barre el interior de la tienda y la banqueta. Luego hace lo mismo en el resto de la casa que quedó destrozada por la inundación del 2007. Como pudo, rehabilitó su vivienda, pero no ha sido lo mismo: la humedad y las tejas rotas le preocupan. El cielo nublado la pone nerviosa y en ocasiones llora de preocupación.
A Consuelo la inundación le quitó su único sustento. Nunca recibió los diez mil pesos de apoyo que ofreció el gobierno federal a los que resultaron afectados en sus negocios.
Quien la ve no adivina su calvario cotidiano. Su delgadez es involuntaria. Come cuando tiene. Algunas vecinas la llaman, a veces, para ofrecerle un plato de comida o le regalan un pollo que Consuelo logra que le dure varios días o una semana. Hay ocasiones en las que las tres comidas del día son pan de sal y agua simple.
Cuando las cortinas de la miscelánea no han sido levantadas, es que está enferma, anda consiguiendo comida en el Centro o se fue a la marcha o plantón con los braceros que siguen demandando el pago por los años de trabajo en los Estados Unidos.
Consuelo ha puesto todo su empeño y fe en que le paguen el dinero que su padre, ex bracero, ya no puede reclamar y entonces tenga lo suficiente para surtir y reactivar la tienda vacía.
Los transeúntes que pasan por el local son muchos y es inevitable que dejen de verla.
Ahí está Consuelo. Sentada. Mirando sin mirar. A veces alguien se detiene para preguntarle si vende refrescos o el nombre de alguna de las calles en las que jugó de niña.
A las 6 de la tarde, sin vender nada, ni un solo peso, baja la cortina de la miscelánea.
Una hora más y Consuelo se sentirá viva. Ni un solo día desde que inició transmisiones se pierde su novela favorita del Canal de las Estrellas: “La Fuerza del Destino”.
Es cuando su casa se llena de voces. El sonido de la televisión devorando al silencio.
 El momento más triste le llega con la conclusión del último capítulo de la noche.
Consuelo desconecta el televisor. A falta de leche, toma agua y le da dos o tres mordidas a la pieza de pan.
Apaga las luces y se tapa con su delgada sábana. Otra vez el silencio la enguye.
            Mañana, cuando despierte, se levantará mecánicamente de un solo esfuerzo. Jalará la silla para sentarse y contemplará la cama en la que murió su madre Justina...
           

domingo, 22 de mayo de 2011


¡Eres una puta!


VICTOR ULIN


-¡Eres una puta! -es lo primero que a bote pronto le sale a tu madre de las entrañas. Ni dejó que acabaras de contarle los detalles de lo que te está pasando... y matando.

Qué diferencia de la primera vez: lloraron juntas de contenta cuando le diste la noticia.

Lo sucedido en aquélla ocasión fue una “piedra en el camino” con la que todos tropezamos –te dijo para consolarte y mitigar su culpa por lo que te había ocurrido- y tu no fuiste la excepción. Tu madre te ofreció su hombro y ambas superaron lo sucedido.

Hoy tiemblas de miedo. Una experiencia más –piensas- no es suficiente para agarrar valor.

Habías decidido confesarle después de días de cavilación. Sabías el riesgo, lo que te diría apenas oyera tu historia y te reprochara que no tengas remedio, que no escarmentaste con Julio. Te proyectaste en esta escena tantas veces que estuviste apunto de arrepentirte, escapar de casa y dejarle mejor una carta  sobre tu cama. Es lo que algunas de tus amigas habían hecho cuando no tuvieron el valor de enfrentar a sus padres y decirles la verdad, pero luego regresaban a pedirles perdón.
           
En la víspera, antes de hablar con ella, tuviste pesadillas. En todas, te veías sucia, de rodillas en la inmensidad de un desierto y siendo devorada por el sol y los animales. Despertaste una decena de veces pronunciando el nombre de Gilberto, tu novio.

A tu madre, Gilberto le gustó para que fuera tu esposo.

-Ya es tiempo de que sientes cabeza- te sugirió después de que lo llevaste a casa y se lo presentaste. Se guardaba el reclamo de Julio que revoloteaba en su testa: “El cabrón que te desgració la vida”.

El consejo de tu madre fue para ti una orden explícita. Gilberto te gustaba y te parecía un buen hombre. Qué más daba dar el “sí” cuando te pidió que fueras su pareja.

Cuando le anunciaste a tu madre que Gilberto formaba parte de la familia te felicitó y te dijo, -lo recuerdas muy bien-, “no me falles que ahora sí quiero verte como Dios manda, casada y feliz”.

-¿Qué estúpida fui? – te insultaste después, maldiciendo cada instante compartido con Gilberto.
           
A Gilberto le bastaron dos meses para ponerte el mundo a tus pies. Recurrió a la estrategia común de enamoramiento que de tanto repetirse es ya infalible: el ramo de rosas, los chocolates, los globos, la serenata, los pequeños detalles, la promesa de hacerte “la mujer más feliz de la tierra”, que serías su esposa por las de la ley y madre de sus hijos.
            Nunca notaste -¡si serás pendeja!- te reclamaría tu madre cuando le  contaste- que Gilberto estaba recorriendo contigo el mismo camino que Julio hace tres años.
            Gilberto se ganó pronto la confianza de tu madre, y la tuya. Que faltaras a dormir los fines de semana o que salieras de vacaciones con él, era de lo más normal.
            Lo único que les faltaba era poner fecha para la boda y decirle al padre “sí acepto”.
            No reparaste en nada con Gilberto. Las vacaciones que pasaron juntos se convirtieron en verdaderas cruzadas de sexo que se prolongaban los días y las noches. El amor lo dejaban para los paseos tomados de la mano y las fotos en pareja.
            Gilberto cambió a partir de que regresaron de su último viaje de San Cristóbal.
            Ni una llamada desde la despedida. Tampoco contestaba las tuyas. Por orgullo, esperarías a que fuese a visitarte para perdonarlo. Te empezaste a preocupar al mes de su ausencia.
            Lo buscaste en su casa sin encontrarlo. Había partido al Distrito Federal sin avisarle a nadie. El mundo se te vino encima.
            Tu madre dejó de creer la versión de que Gilberto ya no las frecuentaba porque estaba muy ocupado en su trabajo.
Tú también no podías seguir simulando por más días. Tarde o temprano se daría cuenta.
A la mañana siguiente del último sueño y de tu más reciente pesadilla (aparecía Julio burlándose de ti y corriendo desnudo por encima del mar hasta perderse), sorprendiste a tu madre en su habitación. Los dientes te tiritaban y las piernas se te engarrotaron.
Sin preámbulos, le pediste que escuchara, que tenías algo importante que decirle.  Exhalaste hondamente para articular la declaración demoleradora, y reducir los latidos de tu vientre.
            -Volvió a pasar. Se repitió la historia. Estoy embarazada, y él me abandonó- soltaste en pleno amanecer.
            -¿Qué? ¿Qué dices? –preguntó, incrédula, tu madre.
             -¡Estoy embarazada!
            -¡Eres una puta!...
            -Perdóname mamá...
            -¿Y ahora qué harás con dos hijos? ¿Qué hombre va a querer casarte contigo...?
            Las dos lloraron. Esta vez no hubo abrazos. Ni celebraciones. El fracaso era compartido.
           
           

martes, 17 de mayo de 2011

“Profesión de Fe”

VICTOR ULIN


Estás harta de seguir simulando. De decir “sí” cuando la respuesta es “no”. De prolongar la hipocresía que para tus “hermanos” es forma de vida. De tener que conformarte con revistas extremas, películas que queman, almohadas profanadas y pensamientos nostálgicos cuando sientes la provocación de tu cuerpo que demanda caricias ajenas.
Ocurrió hace un mes exactamente. Era domingo. Tu día y el de tus padres, principales promotores de lo que se ha convertido en tu calvario, en tu Vía Crucis sin ser la elegida.
Sentiste muchas cosas sin percibir el abismo. Nunca imaginaste que este momento te haría infeliz.
No estuviste, ni estarás –lo supiste siempre, pero lo negabas- dispuesta a luchar “contra el  demonio" que, -según la interpretación del Pastor-, te tienta a todas horas y hay que exorcizarlo a tiempo para que no seas una eterna pecadora.
Una semana antes, desde el púlpito, probaron tu presunta fortaleza y convicción.
Frente a todos, disertaste sobre el orgasmo femenino. Te sentiste tan tú en ese instante.  La seriedad del tema, fue, en ti, una catarsis. Hablar del orgasmo en el templo que no está vedado sino a ser tratado “como Dios manda” no es cualquier cosa.
El Pastor –recuerdas- pidió a los padres que los más pequeños abandonaran el recinto y fueran al patio a seguir con la lectura de la Biblia. Todavía no estaban preparados sus oídos para escuchar lo que dirías y que preparaba tu arribo a la “santidad”.
            El domingo siguiente, el Pastor te recibió con júbilo y sonriente. Un orgasmo espiritual lo invadía cuando desparramaba el agua bendita en la frente de los hijos que entran al redil.
No pensaste que te abría las puertas del infierno. Que tu casa sería una prisión. El purgatorio.
            Tus padres ignoran lo que sucede contigo después del domingo, hace seis meses ya.
Cómo por las noches tienes que esperar, casi sonámbula, a que se duerman para poder sentirte mujer. Cómo te destilas sobre la cama, frenética, silenciosa, mientras tus ojos no se apartan de la pantalla de la televisión donde proyectas películas de Bigas Luna o Pedro Almodóvar que llegan a rescatarte de tu castidad.
A tu edad, es normal que fantasees por la noche  con tu ex novio o con el vecino haciendo el amor en una playa desierta, en un elevador, en el auto, en la oficina, en el templo o donde los agarre la fuerza de la sangre que no repara en prejuicios ni dogmas.
Te arrepientes ahora de haber terminado la relación con tu novio porque tus padres te lo exigieron. No “es suficiente que tu futuro esposo profese tu fe, sino que debe merecerte”.
-Una señorita, una mujer decente como tú debe mantenerse virgen hasta casarse con un hombre de bien, que te haga feliz y te dé buena vida, pero sobre todo que sea buen cristiano: que te respete y vayan a misa juntos - te repite tu padre y madre cuando perciben una resistencia pasiva tuya que no llegaba, aún, a rebeldía.
-Es contra natura lo que está pasando conmigo- aciertas en un dejo de lucidez-. No estás hecha para lapidaciones ni para sacrificios que son ofrecidos, en tu nombre, por terceros.
            Creíste que a partir de ese domingo “bendito” tu mente se quedaría en blanco y tu cuerpo estaría ausente, insensible, ajeno a ti, preparado para enfrentar al “demonio” que, -dice el Pastor-, se disfraza de hombre para seducir a las mujeres débiles.
Ahora te das cuenta que no es cierto. Que nadie puede contra lo que eres.  Que la represión es una máxima que se queda en la Biblia.
Esta noche estás decidida a cortar el cordón umbilical de tu fe. Le pedirás a Roberta que hable a tu casa, pregunte por ti  y te invite al cine. Para entonces le habrás llamado a Manuel, el joven que conociste hace un mes y has tratado sin que tus padres se enteren.
Roberta solo llegará por ti. Saldrán juntas. En la esquina, Manuel las estará esperando.
Llevará a Roberta a su casa y tu te irás con él al lugar donde, pagando el alquiler, se consuman los amores falsos.
Eres mayor de edad. Una mujer –te persuades- que “debe tomar el toro por los cuernos”.  Dispuesta a ser tú.
Por un momento, te aterra la idea de que el Pastor, enterado, como lo ha hecho con una centena que apela a su libre albedrío y se rinde a su conciencia gelatinosa, anuncie frente a los feligreses y tus padres que por fornicar estarás castigada durante un año sin comulgar y serás lapidada con miradas lanzadas por tus hermanos.
Es lo de menos –respondes a ti misma- Lo que más te preocupa son tus padres.
-¿Pero quién les dirá, si no soy yo misma? – preguntas afirmativamente para animarte a llamarle a Manuel.
A Manuel le sorprendió tu llamada. Había desistido de seguirte buscando, de cortejarte.
-Te espero a las 8 en punto, a tres cuadras de la casa, iré con Roberta, que nadie te vea, ¿eh?- le explicas mientras tu corazón se amotina y la sangre se prepara.
-No te preocupes. Estaré puntual- respondió,  lacónico.
Del ropero, eliges un vestido que se ajusta a tu cuerpo. Una seda lisa y suave. Fácil de despojar.
Desde aquél domingo que tus padres celebraron tu “profesión de fe”  te habías condenado –por lo menos es a la conclusión que llegaste después de tantas noches en vela- al calabozo de tu religión y hoy aspirarías a recuperar tu libertad con Manuel.
Le pedirías que te devolviera lo que no puedes dejar de ser –mujer- ni aun cuando todas las maldiciones o excomuniones del Pastor y de tus padres cayeran sobre ti.


domingo, 8 de mayo de 2011

Ella, Ricardo y La Paulina



VICTOR ULIN

Elegiste el Día de las Madres para casarte con Ricardo. Era el regalo que también querías darle a tu madre en su día para celebrarla. Fuiste, sin ser la menor, su consentida de entre cuatro hermanos.
El vestido sería blanco, con una cola –decías- que “llegara hasta la entrada del cielo”.
Tendrías dos hijos. Una niña y un niño. A él le pondrías el nombre de Ricardo. A ella, el de tu madre Josefina.
Después de tres años de noviazgo no podías aplazar la boda que habías imaginado desde aquél  día que le dijiste a tu madre, apuntando el aparador de cristal claro que protegía el vestido de boda en uno de los locales céntricos, que te casarías de blanco y que llegarías virgen al altar.
Lo cumpliste. Por ti no quedó. Estuviste a punto de ser la primer mujer de tu familia que se casaba de blanco y virgen. Hubieses sido la envidia de tus hermanas, primas y vecinas. El padre de la Iglesia no se cansaría de ponerte de ejemplo. Una mujer virgen en estos tiempos es, para tu religión, una auténtica reliquia.
Para tu madre serías el sueño consumado que nunca pudo alcanzar con tu padre.
Tu madre piensa que es algo que le puede pasar a cualquiera. Que no es para que estés gritando que te quieres morir. Que te quieres matar para no sufrir más.
            Si supiera tu madre que no fue el hecho de que anduviera con otra mujer la que te tiene postrada en la cama, sin comer, sin querer ver a nadie ni salir a ninguna parte desde hace dos semanas, “porque no puede ser cierto lo que me hizo el maldito”.
            Te sientes un remedo de mujer. En la colonia eres el tema de nunca acabar. Están esperando la hora de que salgas de casa para murmurar a tu paso. Así es el barrio. Pueden pasar meses y dejan de hablar de uno de repente, cuando las lengua se les cansa o se compadecen porque observan como el dolor te aniquila.
            Tratas, por momentos, de justificarlo. De culparte por lo que sucedió.
-¿Por qué diablos no dejé que me hiciera el amor? – dices, y recuerdas como Ricardo, cuando cumplieron el primer año de estar juntos, te pidió la prueba de amor que todo chica -de barrio o no- sabe que tarde o temprano tiene que darle a su novio. Es la ley no escrita.
Muchas veces lo dejaste tirado en la cama, semidesnudo. No te conmovía verlo entrar derrotado al baño a concluir lo que tu habías iniciado. El entusiasmo de los besos y las caricias le presagiaban un final que no esperaba, pero que intentaba animoso: tenía fe que el día menos pensado le permitieras bajar por completo tu falda y besarte la entrepierna. Meterse en ti. Redimirlo como novio y hombre.
Todavía hoy que te habla a casa le dice a tu madre, antes de colgarle, que te ama.
-¿No fue entonces mi resistencia lo que ahora lo tiene en brazos de otro?- reflexionabas.
La idea de regresar con él te da asco. El amor que sientes todavía no podría superar lo que descubriste. En otra circunstancia quizá volverías a perdonarlo, como cuando novios se peleaban por celos mutuos o por cualquier cosa.
Deseas no haberlo conocido nunca. Ni mucho menos habértelo encontrado en el antro esa noche. Ni uno de los dos sabía que iría el otro. Tú querías ir con tus amigas y experimentar la sensación de estar en un antro donde el sexo se mimetiza.
Cuando divisaste un parecido, dudaste que fuese él. Estaba de perfil, acompañado de una presunta mujer.
Te acercaste justo en el momento en que sus labios, sus lenguas, se juntaban, revolvían, y sus manos recorrían mutuamente los costados de sus piernas y nalgas.
-¡Ricardo!- Le gritaste. Te diste la vuelta y saliste del antro sin detenerte a su llamado.
Es inexplicable lo que sentiste. Saber que tu hombre estaba con otro, La Paulina, no es cualquier cosa.
Al día siguiente fue a tu casa. Para entonces estabas inconsolable, llorando.
Lo recibiste. Incrédula. Encabronada. Lo golpeaste en el pecho. Lloraste. Gritaste. Lo llamaste “maldito maricón”.
No le creíste cuando te dijo que te amaba. Que lo que viste no es lo que tú crees. Que eres la mujer de su vida. Que le dieras una segunda oportunidad. Que no ocurriría otra vez. Lloró, pero no te conmovieron sus lágrimas. Al contrario, lo detestaste más.
 -¡Vete desgraciado!- fue lo último que se llevó de ti.

Dos meses después confirmarías que tomaste la decisión correcta. El día que coincidiste en el súper con él, andaba de compras con quien lo encontraste aquella noche. No te sostuvo la mirada.  Ella, La Paulina, lo besó en tu presencia. Marcó su territorio. Te hiciste la fuerte. Pero tu corazón se ahogó de llanto. Había sido el amor de tu vida.

viernes, 29 de abril de 2011

EL REGRESO DE EMILIANA



Víctor Ulín


La sangre le “hierve” como hace nueve años. Adolfo llora en silencio y pretexta que es la sequedad de la garganta y una tos repentina la que ha hecho que sus ojos casi le revienten de dolor.
-¿Volverá algún día? – me pregunta como si yo conociera a Emiliana, la madre de sus dos hijas con la que vivió 20 años antes de que un día lo abandonara.
            -Quizá regrese- solo alcancé a responderle en el afán de mitigarle la pena que lo quiebra por dentro y pensando, a la vez, que es la soledad y no el amor lo que ha logrado que la perdone y que desee tanto su regreso después de cómo la encontró aquél día, hace nueve años, cuando llegó más temprano que de costumbre a casa.
            En la comunidad todos lo sabían. Menos él. Adolfo salía desde temprano a trabajar y regresaba muy tarde, a media noche, para atender la pequeña papelería de su propiedad.
            En 20 años de matrimonio, con dos hijas, Adolfo confiaba plenamente en su esposa.
            Los cambios más notables fueron durante la noche. Emiliana empezó a dormirse temprano para evitar las palabras y caricias de Adolfo. Entre las sabanas y sus manos ahogadas, Adolfo encontraba el calor que le negaba, con su cuerpo, Emiliana.
Luego vino la indiferencia total.
            -¡Ahí hay comida en la estufa, caliéntala y sírvete”!- era la respuesta de Emiliana cuando Adolfo la despertaba y solicitaba la cena que siempre había encontrado servida.
            Todavía hoy Adolfo se pregunta por qué Emiliana cambió radicalmente de ser una esposa ejemplar a una mujer a la que de un día para otro dejó de importarle la familia. Por qué de pronto se cansó de él. Por qué sin el mínimo de dolor abandonó a sus dos pequeñas para irse quién sabe a dónde y dejarlos solos a los tres.
            En la Iglesia se enteraron también de lo que venía pasando con Emiliana. Nadie le dijo nada. Solo le preguntaban el por qué de la ausencia de su esposa que había sido una fiel creyente e infaltante asistente a misa.
            -No puedo obligarla a venir si ella no quiere- es lo que les contestaba Adolfo a sus hermanos de fe para que le dejaran de preguntar algo para lo que no tenía una respuesta.
            -¿No será que ya te dejó tu esposa?- le cuestionaban otros a los que se encontraba camino al templo y lo veían solo con sus dos hijas pequeñas que abrazaban, amorosas, su biblia.
            Adolfo intentó continuar con su vida normal. Creyendo en su mujer y cuidando a sus hijas. Trabajando más de ocho horas para que no le faltara nada a su familia, ni a su madre, con la que vive desde que Emiliana, sin mediar consideración, se fue.
Es su madre la que le ha pedido que se busque una compañera por su bien, y el de ella.
-Yo no voy a vivir muchos años, y no podré atenderte haciéndote la comida, lavando la ropa y estar al pendiente de ti-¿y quién cuidará de mí cuando yo ya no pueda valerme por mí misma? – es la queja de la madre para que Adolfo se anime a cortejar a una de las hermanas de la Iglesia que, -sabe-, algunas son viudas o divorciadas.
            La idea de un segundo matrimonio le atrae, pero no puede hacerlo aunque quisiera.
            Emiliana se fue y no le firmó el acta de divorcio. Oficialmente sigue siendo su esposa.
            La última vez que la vio le advirtió que nunca le firmaría el divorcio. No comprende por qué de su cerrazón, si fue muy clara cuando le dijo al juez “que ya no quiero nada con ése guiñapo de hombre”.
            Emiliana regresó a casa, empacó sus cosas y se marchó sin dar ninguna explicación.
            Adolfo se había ido primero. Lo hizo el mismo día que –recuerda- la “sangre se le calentó” y que por su cabeza pasó la idea  fatal de convertirse en un asesino. Se pensó por un instante en la portada del periódico más alarmista enseñando el puñal ensangrentado.
            Era día festivo. Emiliana le insistió que fuese a trabajar aunque sea unas horas a la papelería para ganarse unos centavos. El cedió a su petición como lo venía haciendo desde algunos meses, o años, ya no sabe de hecho desde cuándo. Pero de pronto, estando en el negocio, se sintió impulsado a cerrar y marcharse a casa.
             Pensó que ganarse unas cuantas monedas no era tan valioso como estar con su familia.
            -¿Qué sentiste cuando llegaste y la viste?
            - Se me calentó la sangre. Tuve mucha ira. Ganas de matarlos.
Emiliana no sintió ni vergüenza cuando fue sorprendida por Adolfo. Montada en su amante desnudo, frenética, con el cuerpo esculpido por el calor, enfrentó colérica la intromisión de Adolfo.
Emiliana seguía moviéndose sobre su amante sin quitarle la mirada a su esposo que seguía observando, perdido, y desencajado en la entrada del cuarto. Adolfo no sabía cómo reaccionar. Si tomar el cuchillo que Emiliana había dejado en la tabla de la cocina con tomates a medio cortar y matar a los dos, o salir corriendo a casa de su madre  para contarle todo.
Adolfo desvió su ira y únicamente tuvo fuerzas para jalar una maleta y meter sus cosas, las que pudo. Se fue a vivir con su madre en la que encontró consuelo.
Su fe –dice- lo inhibió de vengarse y cobrarse la afrenta como lo haría cualquier marido herido en su honor.

Emiliana desapareció luego de que, ante el juez, Adolfo le pidiera el divorcio.
Adolfo no quiere aceptar que se fue con su amante. Con el vecino que vivía a tres casas y al que trataba con aprecio.
-¿Será que regrese Emiliana?
-No sé, quizá sí.
-Ya ve usted, siempre sí hace falta una pareja...
-¿La perdonarías?
Adolfo se queda callado. Se le va la vida. Sus ojos, llenos de memoria, lloran a Emiliana.